Pensaba que había escuchado todas las melodías del señor Ennio Morricone. Las notas del oboe del padre Gabriel sonando entre las aguas de las cataratas de Iguazú, Moisés mirando al horizonte del destino, el Bueno sonriendo de lado, el Feo tropezando por el cementerio y la mueca del Malo o aquellos ojos del niño Totò cuando se fijaban en los fotogramas, con esa mirada de ilusión parada en el tiempo que podría ser la de todos nosotros. Incluso me volví a interesar por su trabajo con Pedro Almodóvar y su oscarizada banda sonora por la película de Tarantino. Pero no, resulta que la mejor de las melodías, esa que se queda más que un instante en el pensamiento, que te da a pensar, la ha dejado escrita en su última carta antes de morir. Dicen que, en una pieza musical, más importante casi que la melodía, es el uso de los silencios y en su última carta, el señor Morricone lo ha hecho con maestría. Si la leen verán que no hay ninguna línea dirigida a sus obras, sus composiciones, sus trabajos, su fama, su Óscar, su premio Princesa de Asturias. La melodía de su última carta la compone desde su interior, empezando con sus amigos, para seguir con un «no quiero molestar», un «cuánto los he amado» y la parte más bonita de esa melodía, su mujer y triunfo de su amor eterno, María. Enhorabuena, Ennio Morricone por su última composición de sabia humildad y por una vida tan plena.