Las residencias de ancianos están en el punto de mira ante el brutal impacto de la covid-19. Los políticos lo tienen claro: no pueden permitirse de nuevo cifras tan altas de muertes. Por ello, en algunas zonas, además de la implantación de protocolos de seguridad y el aumento de la vigilancia e intervención de estos centros, han optado también también por blindarlas prohibiendo las visitas de familiares, incluso en centros donde no hay positivos. Esta última medida no ha sido contestada socialmente porque ni los ancianos ni sus familias formamos un colectivo económico por cuyos intereses haya que velar. La gran mayoría de ancianos que están en residencias sufren dolencias que hacen que resulte muy complicada o imposible su atención en el ámbito familiar. Por eso no podemos tampoco sacarlos de las residencias (ganas no faltan ante las desoladoras noticias que vemos en los medios).

El alzhéimer que sufren muchos de ellos les imposibilita entender lo que sucede y, simplemente, sienten el abandono por la falta de contacto familiar. La falta de afecto y contacto con los seres queridos empeora su estado general y acelera los deterioros cognitivos. La visita de un familiar, realizada con todas las medidas de seguridad que ya se habían implementado tras el confinamiento, no aumenta el riesgo de contagio más de lo que ya se asume como inevitable por el contacto con sus cuidadores. Si no se recuperan estos encuentros, su estado se deteriorará más rápidamente y, aunque sus muertes no computen en las estadísticas de la covid-19, también serán muy lamentables.