Crisol de fecundas civilizaciones, el Mare Nostrum contempló a los fenicios surcar sus olas para portar sus finas telas púrpuras a los confines de la rosa de los vientos, y remojarse en sus claras aguas al creador de los épicos versos de la Odisea mientras en sus orillas, y a la luz de las hogueras, resonaban los rapsodas recitando cantos de la Ilíada. Presenció el auge y caída de minoicos y romanos y vio a los egipcios recoger la planta que con el tiempo extendería, como hace el céfiro con el aroma del azahar, la cultura escrita. Observó centenares de batallas, como la de Salamina entre griegos y persas; pero entre todas, ahora libra una silenciosa que, al igual que hace más de 3.600 años dispersó la muerte por su contorno con la explosión volcánica de Tera, está trocando este mar en reino de Hades donde la parca deambula tendiendo su lúgubre manto para transmutarlo en última morada de los infelices desesperados que lo cruzan buscando un futuro esperanzador para ellos y sus familias.