La industria de la moda representa uno de los mayores impulsores de la actividad económica global. En nuestro país, constituye en torno al 3 % del PIB. A su vez, suele ser vista como un mundo superfluo, carente de valor real; o se subraya el estrecho vínculo que tiene con trastornos alimenticios, cánones de belleza y estereotipos. ¡Y es cierto! Este sector ha estado manchándose de polémicas y discusiones, denigrándose a sí mismo.

Pero en los últimos años ha emergido una generación de diseñadores y ha ido progresivamente ocupando gran parte de la industria textil. Desde su cambio radical de filosofía, apuestan por una redefinición de la moda; por la producción local, los tejidos sostenibles, la diversidad, el cambio de enfoque. Marcas con un fuerte componente ético que tratan de transmitir valores y ser motores de revolución.

Eso ya está hecho. Y ahora, ¿qué? Ahora faltamos los consumidores. Si quiere verse el cambio por el que los nuevos diseñadores ya se inclinan, es necesario que replanteemos nuestro modo de consumo. Es obvio el mayor importe económico que supone la ropa producida siguiendo estos códigos éticos, pero deberá asumirse a fin de apoyar esta iniciativa. Pese al mayor precio, conlleva un consumo más moderado y reflexivo, alejado de los impulsos y la acumulación. Puede que este modelo responsable requiera un mayor esfuerzo inicial. pero también promete mejores resultados a largo plazo. La oportunidad ya la tenemos, ahora solo hace falta tomarla.