La información es un derecho fundamental de las personas ya que ayuda a formar opiniones y tomar decisiones. En general debiera ser clara e inteligible para así llegar a una gran mayoría y facilitar su asimilación. Cuando se trata de temas complejos habría que esmerarse y utilizar un lenguaje sencillo y asequible, pero si están relacionados con la salud entramos en un terreno especial y delicado ya que, de cómo la hagamos, podría repercutir negativamente en la misma. Recientemente lo hemos podido comprobar con el desconcierto organizado tras conocerse algunos efectos adversos relacionados con las vacunas para la covid-19.

Los profesionales de la salud hemos podido comprobar a lo largo de muchos años de experiencia algunos aspectos que podrían explicar esta situación. Uno de los pilares importantes en los que se sustenta el éxito en el tratamiento de una enfermedad, aparte del acierto y la empatía con el paciente, es una buena información, porque sin ella incluso podría verse entorpecida la propia evolución de la misma, siendo notorio que incluso grandes profesionales tienen significativas lagunas de comunicación. Una característica importante que debiera tener esta información es la de explicarla con un lenguaje sencillo, evitando los tecnicismos propios de la jerga médica y también ser lo más concisa posible ya que al extendemos, introducimos de manera inconsciente términos complejos que el paciente, lejos de solicitar aclaración, los procesa a su manera convirtiendo la realidad en un disparate, algo que con frecuencia podemos comprobar cuando trata de comunicar su enfermedad a un tercero.

Otro aspecto importante que condiciona la información sanitaria, surge del afán garantista que hemos imbuido en nuestra sociedad a cualquier actividad y que aunque en principio es deseable y conveniente, en algunos casos, cuando prima el blindaje de una responsabilidad laboral o social, puede incidir negativamente en el sujeto receptor de esa garantía y en este sentido en el ámbito sanitario tenemos un ejemplo muy evidente con el llamado “consentimiento informado” necesario para realizar cualquier procedimiento médico, y en el que el paciente tiene que leer una cantidad enorme de complicaciones que casi nunca suceden, que incluso no entienden y que al final lo que provocan es una mayor ansiedad y dudas para someterse al mismo. En ocasiones he pensado que debería llamarse “consentimiento aterrorizado” por el estado que provoca.

Por último otro factor importante ligado a la información en temas de salud es el de la percepción de riesgo, muy diferente del riesgo estadístico, y que es el que está últimamente de actualidad por la controversia suscitada con las vacunas para la covid-19. En principio, la vida ya de por si es un riesgo, y éste va muy ligado al contexto en el que se presenta la causa que lo provoca y depende del impacto que tenga en la sociedad, la incertidumbre que muestran los expertos que la estudian y la desconfianza que trasmiten los dirigentes políticos en su gestión. La sensación de riesgo aumenta también por un exceso de información que no se procesa adecuadamente y genera una alarma descontrolada, cabe señalar en este sentido lo difícil que resulta trasladar en tiempo real a una opinión pública, en gran parte sin formación adecuada, todo un sofisticado proceso de investigación científica de enorme complejidad que en otra circunstancia jamás se hubiera realizado de esta forma. Es inexplicable por otra parte que organismos científicos de la envergadura de la OMS o la EMA no dispongan de sistemas de control de información que eviten alarmas que puedan empeorar la salud que pretenden preservar. Los Servicios de inteligencia que investigan asuntos relacionados con el terrorismo no comunican todos los datos que tienen a la opinión pública para evitar alarmas innecesarias.

La información en temas de salud es complicada y siempre debemos tener presente que podemos provocar más sufrimiento del que tratamos de evitar.