Aún recuerdo a ese compañero de colegio que no soñaba con carrera universitaria alguna, sino que anhelaba convertirse en uno de los canes del rey. «¿Tú sabes la vida que se pegan? Todo el día se lo pasan echados junto a una chimenea y comiendo y bebiendo a su antojo. ¡Eso sí que es vida!» - les decía a sus incrédulos compadres mientras saboreaba una hamburguesa un viernes de Cuaresma cualquiera. Pues ahora va y resulta que esa realidad monárquica paradisiaca canina se ha democratizado gracias a nuestro Gobierno progresista y alcanzará a todas las perras y a todos los perros sin distinción de raza, condición social o ideología. Por eso, a partir de ahora, cuando alguien desee expresar su desasosiego por llevar una vida miserable y asquerosa ya no podrá decir aquello de padecer «una vida perra», sino que más bien tendrá que decir que sufre «una vida humana». Y es que la vida de los seres humanos, si la comparamos con la de los perros y la de las perras, está infravalorada, menoscabada y despreciada por esas leyes progresistas que han convertido en un derecho inhumano, que no canino, el aborto y el suicidio. Ver para creer y para repensar nuestra opción política en las próximas elecciones.