Hace unos días, en los vestuarios del gimnasio al que acudo observé una de esas cosas cotidianas a las que no prestamos la suficiente atención. En el cristal oscuro de una de las cuatro duchas, un folio blanco con letras de ordenador rezaba un contundente a la par que disuasorio «no funciona». Vaya, pensé; justamente en la ducha en la que casi siempre me lavo. Tener que cambiar de ducha, después de un par de años entrando siempre en la misma, me hizo reflexionar. Los seres humanos somos animales de costumbres y cuando elegimos pupitre en un aula, asiento en una mesa habitual o lado de la cama, difícilmente nos cambiamos a no ser que las circunstancias nos obliguen. Enfilamos el que por costumbre es ‘nuestro’ sitio con una convicción formidable, y nos molesta profundamente que alguien haya ocupado el lugar que creemos que por derecho nos corresponde. Funcionamos así.

A los pocos días, el cartel seguía allí y la ducha vecina tenía otro folio con la frase «fuera de servicio». Me metí en una e las duchas y las preguntas cayeron a chorro sobre mí, al igual que lo hacía el agua templada: ¿por qué una ducha ‘no funcionaba’ y la otra estaba ‘fuera de servicio’? ¿Cuál era el criterio para que una presentase un mensaje diferente a la otra, cuando probablemente la naturaleza de su avería fuera la misma?

Las preguntas se mezclaban entre las pompas de jabón y lejos de escurrirse por el sumidero, quedaban flotando en el ambiente, uniéndose a las que seguía haciéndome: ¿La elección del contenido del cartel tendría que ver con el estado de ánimo u ocurrencia del responsable de hacerlos o realmente existía una diferencia sustancial entre la avería de la primera ducha y la de la segunda? ¿La reparación de ambas requeriría el mismo procedimiento?

Salí de la ducha y me fui a casa ausente, pensativo. ¿Qué mensaje habría elegido yo ante una inconveniencia similar? Los seres humanos, como ya había barruntado, somos animales de costumbres y me vi en la obligación de elegir, pero me sentí incapaz. Aquella noche tomé la resolución de indagar al día siguiente en la avería de las duchas y en determinar el porqué de los dos mensajes, casi gemelos, pero con sus intrínsecas diferencias.

La tarde siguiente, llegué al gimnasio y me metí en el vestuario. Mi desolación fue total: la ausencia de carteles en las duchas parecía confirmar que ya funcionaban. O que ya estaban en servicio. Nunca lo supe. Recuperé mi ducha favorita y a su sustituta. Pero las dudas nunca se despejaron y no tienen intención de hacerlo. Y así hasta el día de hoy.