Les acusamos de súper contagiadores. Les tuvimos 45 días sin salir de casa. Les cerramos todos los parques, excepto los que tenían un bar dentro, que entonces solamente les precintamos los columpios. Ahora hemos convertido sus escuelas en puntos de vacunación, pero ellos nos lo siguen perdonando. Y cuando dentro de unas semanas nuestros políticos se pongan la medalla, cuando saquen pecho y posen para la foto, cuando les escuchemos decir que «hemos vacunado a no sé cuántos mil niños», a mí, que estuve allí, no me engañarán. Los políticos les pasaron el marrón, pero los docentes lo cambiaron de color. Fueron ellos quienes calmaron nervios, secaron lágrimas, organizaron a las familias para que pudiéramos acompañar a nuestros hijos. Fueron ellos quienes respondieron las dudas de las familias, los miedos de los niños, quienes gestionaron autorizaciones, habilitaron espacios, coordinaron a los grupos. Fueron ellos quienes lo hicieron posible. Lo sé porque yo misma lo vi en el colegio Joan Fuster de Manises: vi cómo la tutora de mi hijo se preocupó desde días antes por hacer a los niños más fácil este trance, dedicando parte de su fin de semana a preparar actividades que contribuyeron a reducir su angustia. Vi cómo la jefa de estudios quería cederme su despacho por si necesitaba calmar a mi hijo en soledad. Vi cómo el director estuvo pendiente en todo momento de que las cosas salieran bien y todos los niños pudieran sentir el abrazo de sus padres en un momento extraño para ellos. No vi al resto de docentes, pero no me hizo falta para saber que también estuvieron a la altura. «Los educadores hacen que las cosas difíciles parezcan fáciles», escribió Waldo Emerson. Y vaya si lo hacen. Pero si no te has dado cuenta, es porque ellos no sacan pecho, ni se ponen la medalla, ni posan para la foto del periódico. Ellos están. Y así todo es más fácil. Gracias.