Estimado diario:

Escribo estas palabras porque últimamente se está hablando mucho de mí. Jamás pensé que sería portada de periódicos ni de noticiarios de televisión.

Nací humilde y hermosa como la flor que fui y que ya no recuerdo. En pocos meses alcancé la madurez. Mis hermanas, que viven en el mismo naranjo que yo también son divinas, aunque, a decir verdad, tuve el privilegio de nacer y crecer en lo más alto de la copa del árbol y disfruté mucho más del sol que ellas. El naranjo es nuestra madre y nuestro padre al mismo tiempo. Nos queremos mutuamente.

Según comenta la dueña del huerto, pronto iniciaremos un nuevo viaje a mundos desconocidos. Satisfaremos los deseos de muchas personas y les haremos muy felices.

No entiendo muy bien qué significa, me asaltan muchas dudas, pero estoy deseosa de que llegue ese momento mágico.

Pasan los días y las conversaciones entre nosotras se repiten. No llega el ansiado día. Nadie sabe el porqué del retraso. Esperamos pacientemente.

Al huerto llegan hombres y mujeres que hablan y discuten con la dueña. No entendemos lo que ocurre. Mientras, algunas de mis hermanas, víctimas del paso del tiempo, se caen del naranjo porque están madurando demasiado.

Eso nos enoja a la vez que nos estresa porque nos entra el pánico cuando vemos lo que están sufriendo mis hermanas tiradas en el suelo y muriéndose lentamente.

La dueña y su marido vienen a vernos diariamente. Recogen del suelo a mis hermanas desfallecidas y se las llevan. Lo limpian todo. Les escuchamos decir lo apenados que están por esta situación. No lo entendemos mucho. Aguantamos heroicas conectadas a nuestro naranjo. Él trata de protegernos con todos los medios a su alcance.

Por la noche no podemos descansar, pues muchas naranjas se desprenden sin poder remediarlo. Cada vez son más las que desisten y se dejan ir.

Sale el sol y nos apercibimos de la cantidad de naranjas que han caído y no han sobrevivido. Es un paisaje demencial. Nos preguntamos cuándo nos cosecharan e iniciaremos ese ansiado viaje. No obtenemos respuesta alguna.

Pasan los días, y en uno muy especial, llega la dueña acompañada de muchos hombres y mujeres ataviados con ropas de trabajo, capazos, guantes y todos los enseres que necesitan para la cosecha. Entendemos que ha llegado el día. Empezamos todas a despedirnos; a desearnos la mejor de las suertes y a agradecerle a nuestro naranjo, que nos haya criado, alimentado y cuidado desde que nacimos.

Llega la noche y la cuadrilla se retira a descansar. Quedamos muchas todavía en nuestro sitio. Esperamos al día siguiente.

Amanece, y no viene nadie. Cuando el sol alcanza su zenit viene la dueña con su esposo y sus hijos. Se lamentan de la situación. No lo entiendo. No sé qué pasa.

Cosechan a algunas de mis hermanas que se quedaron. Escuchamos que se van a industria. Le pregunto a mi naranjo qué es eso y me lo explica. Me entristezco. Adiós viaje soñado.

Por la noche, víctimas de la desolación y de la excesiva madurez siguen desprendiéndose muchas hermanas mías cayendo al frío y húmedo suelo. Es su fin.

Me duele en el alma ver ese dramático final. Al cabo de unos días regresa la dueña de nuevo con su familia y repite la misma labor. Ellos están tristes, se nota. Nosotras también, y yo más aún si cabe.

Su esposo le comenta si tal vez no es mejor cortar los naranjos, vender la leña y abandonar el campo. Todos los naranjos gritan presos de pánico al escucharle, aunque ellos no les oyen. Afortunadamente ella se niega rotundamente. Le responde que son tierras de sus antepasados y quiere mantenerlas a pesar de la pérdida económica que sufren.

Él la abraza, la calma y la besa. Nos alegramos mucho por tal decisión. Continúan su tarea de recogida, de limpieza y se marchan.

Por la noche siento que mis fuerzas empiezan a fallarme. Mi hermana, que está junto a mí, no aguanta más y se desprende cayéndose al vacío oscuro. Muchas más lo hacen. Aguanto como puedo y mi naranjo me dice que no luche tanto porque ese es el final. Me resisto.

A la mañana siguiente viene la hija de la dueña, me mira y sonríe, yo casi no puedo aguantar. Alza su suave mano y me coge. Estoy liberada por fin. ¿Dónde iré?

Me dice: Eres la más hermosa naranja que he visto aquí. ¿Sabes? Te llevaré a casa y te mostraré a mis padres.

Cuando me doy cuenta estoy encima de una mesa, acompañada de otras especies de frutas que no conocía. Me miran, bueno, me admiran. Silencio absoluto hasta que la dueña asiéndome en sus manos dice:

-¿Cómo pueden los mercados y supermercados rechazar esta calidad y esta hermosura?

-¿Qué les han visto a las naranjas de otros países?

-¿Ningún político ni nadie va a dar un golpe en la mesa para decir basta ya?

-¿No es triste que esta hermosura se quede en el árbol mientras mucha gente compra y come naranjas de peor calidad y además con un precio escandaloso?

-¿Hasta cuándo podremos aguantar esta injusticia?

Yo no la entendía muy bien, pero por sus gestos y tono sabía que me quería.

Al final no fui a ningún viaje largo ni exótico, sino al frutero de su casa hasta que me eligieron. Durante mi estancia allí me sentí la naranja más dichosa del mundo.