Durante los centenares de representaciones teatrales a las que he asistido a lo largo de mi vida siempre ha habido algo insoslayable: la tos. Indefectiblemente, al comenzar la función, justo al iniciarse el diálogo actoral, también se iniciaba un desafinado retumbar de toses. Toses roncas o de carraspeo, toses de catarro en ciernes, toses de imitación (esas que se dejan llevar por la inercia de la masa y replican lo que esta hace, quizá por esa atávica costumbre de no querer ser excluido de la tribu). Y los dos tipos de tos más inquietantes: las persistentes y las que parecen provenir del más allá, de lo más profundo del pecho emisor; de ultratumba, casi. Con la vuelta a las salas de teatro, después de los diversos cierres pandémicos, todo esto ha cambiado de manera sustancial. Ya no se oye toser a nadie. Al menos en la primera hora de función. Durante los primeros sesenta o setenta minutos nadie osa romper el respetuoso silencio del patio de butacas, de esa cuarta pared cuyo papel es callar. Larra hablaba en uno de sus artículos del tosedor profesional de los teatros. Ese espectador que no iba a ver la obra ni a aplaudir, como la clá, sino que iba directamente a toser, a distraer al actor, a molestar a los demás espectadores. Ese habitual de los teatros se ha difuminado, o quizá solo se ha camuflado por miedo al estigma de ser considerado un «contagiado». El pasado viernes, mientras escuchaba a Carmelo Gómez recitar magistralmente a Lorca sobre el escenario, en la fila de butacas justo detrás de la que yo ocupaba oí una voz femenina que, susurrando, casi en modo confesional, dijo: «lo siento mucho, tengo que beber agua o empezaré a toser».