La realeza siempre se ha sustentado en un principio básico, su origen divino, si negamos ese hecho, negamos a la misma monarquía. Se sabe el poder taumaturgo o el hacer milagros de los reyes, es Dios quien decide quien tiene que reinar, solo a él le pertenece esta prerrogativa, todo intento de suplantar este echo, conducirá irremediablemente tarde o temprano a cuestionar la institución. Si los reyes se someten a las leyes y voluntad humana, al final, irremisiblemente caerán en las garras de la imprevisible y errante conducta de los hombres.

 En la actualidad solo hay una reina en el mundo, Isabel II, que ha ejercido como nadie ese principio de su condición divina, ella fue coronada por la gracia de Dios, y por ello, sintió desde joven que debía estar aislada del mundo, sin dar tregua a la plebe. Ella siempre se ha mantenido firme en su sitio, su presencia lo denota, atrincherada en sus castillos, desplazándose en su carroza, sentándose en su trono o saludando en el alto balcón de su palacio, siempre por encima de los demás, de sus súbditos, de sus subordinados, que la aclaman con veneración, respeto y sorpresa, como corresponde a su regio destino, inmersa en un mundo donde el laicismo hace estragos. Solo la reina de los ingleses cree que es Dios su benefactor y eso la hace fuerte, casi inexpugnable.

 Otro asunto es el futuro de la monarquía inglesa. Sus nuevos miembros no han mantenido la necesaria distancia con sus súbditos, y es fácil que se escuchen voces contrarias señalando a un príncipe que no ha dudado en casarse con gente plebeya, olvidando que  también en esas tierras se han decapitado reyes.

 El problema es que, ese principio básico del origen divino de la monarquía hace aguas al ser cuestionado por la misma realeza y no solo por la plebe, como sería comprensible y de alguna manera lógico. El tema es muy grave, porque son los mismos miembros de las casas reales quienes se comportan como plebeyos y eso nadie lo entiende, no se perdona, o se es una cosa, o se es la otra.

No se puede ser rey y juntarse con la plebe, no es de recibo jugar a todo, sin entender que tiene obligaciones. El principio básico de la corona es la gracia divina, que hace a sus elegidos necesariamente virtuosos, una vez denodada esta, quedan desnudos, irrelevantes, destronados de su cetro y corona, y al tiempo que renuncian a sus principios básicos, la monarquía comienza a desmoronarse, a disolverse como azucarillo en un vaso de agua.

Solo la reina de Inglaterra supo desde el principio, que su fuerza y poder venía directamente de Dios, y por ello obligada a mantener distancia con sus súbditos y lacayos, única manera de ser fuerte e indestructible. Setenta años de poder enroscada en sus palacios, siempre envuelta en el protocolo y el respeto irrenunciable en sus apariciones públicas, sin concesiones a miradas indiscretas, eso es lo que le ha mantenido en el poder hasta hoy.

Una vez dicho esto, poco nos queda por contar si hablamos del futuro de las monarquías, sean estas la inglesa, la española o la de la Cochabamba (aquí no hay reyes). Incluso el Padre Mariana, nuestro amado historiador y jesuita, nada sospechoso de revolucionario, admitía el tiranicidio ante un comportamiento no virtuoso del rey.

Nuestro Emérito no tuvo en cuenta el origen divino de las monarquías. El Borbón fue elegido por un dictador que queriendo ser como Dios se entrometió en asuntos que no le incumbían y de esos polvos llegaron estos lodos. Un rey que quiso ser campechano sin ni siquiera lograrlo, con chistes malos, escaso ingenio y hablar farfalloso, tuvo amantes de la plebe y ya se sabe, de estas gentes nunca hay que fiarse, y para colmo, no confió en Dios y en su divina providencia, acumulando y evadiendo un dinero que no le pertenecía.

Los hijos del Emérito en vez de acogerse al origen divino de su sangre y intentar por todos los medios ejercer la virtud y alejarse de los intereses mundanos, como exige Dios a sus elegidos, tampoco le hicieron caso, debilitando día a día una institución divina.

En unas palabras, solo un milagro puede salvar a las monarquías, que se niegan a creer que fue Dios y solo él quien tiene el poder de nombrar a un rey. Otra cosa es creer en los milagros, pero eso es otra cuestión, de la que hoy no vamos a tratar.