Se abre la puerta del ascensor y un grupo de jóvenes, vasos en ristre, me reciben. Buenos días, les digo. Buena tajada y buen sueño, pienso. Son las siete y media de una mañana de domingo calurosa y húmeda. Inicio mis pasos con un destino concreto: la estación del tren. He decidido ir a València en un medio de transporte público cómodo y sin prisa. He pasado del coche. Prefiero dejarme llevar a ser conductor. Seguro que yendo en mi coche antes de que salga el tren ya habría llegado a València. Pero quiero viajar sin estrés, sin tráfico, relajado, contaminando menos, y más barato. Me gusta cambiar mis ritmos y costumbres; y, también, llegar a mi ciudad como un viajero desconocido, con ojos de turista, como sin me estuviesen esperando con los brazos abiertos. No viajo solo; la juventud del FIB me acompaña entre gritos, jadeos, eructos, cansancio, hastío y fragancias corporales y etílicas múltiples. No están para conversar. Sus bostezos incontrolados son todas sus muestras comunicativas. Otra mañana de domingo que pasarán durmiendo. Hasta la próxima y divertida experiencia tóxica.