El fútbol moderno arrasa con la tradición. Es cierto que la fiesta va por barrios, pero en general da la sensación de que el aficionado cada vez pinta menos. Los trofeos de verano tenían un sentido: ver el nivel competitivo del equipo en general y de los nuevos en particular. Existía además un interés en llevarse la copa a casa y los jugadores solían poner arrestos sobre el césped para granjearse la simpatía de su afición. No hace tanto que era así: esta semana Eric Martín nos recordaba el duelo Ballesteros-Totti en el trofeo del Centenari que enfrentó a Llevant y Roma. El problema es que esos partidos han derivado de intensas pachangas donde el público solía divertirse a aburridas probaturas tácticas. El jueves «granotes» y «groguets» bostezaron en el estadio. Y contagiaron a los aficionados. Normalmente ese primer partido se disputaba el día de la presentación oficial, con un speaker entusiasta y algunos fuegos artificiales. Este año el trofeo de la Cerámica se disputó en Valencia y la presentación no tuvo ningún lustre.

Pese a todo ello, volver a Orriols siempre tiene algo de especial. Es el preludio de una nueva temporada: un día para saludar a los viejos camaradas de grada y confirmar, con alegría, que están todos un año más; para debates amistosos: sobre Sarver y sus intenciones; sobre los centrales que aún estaban por llegar; sobre los narcotizantes planteamientos de Alcaraz, sobre el «patiment» que espera este año. Y además, siempre gusta lo de cenar de sobaquillo. Hacerlo en el santuario blaugrana tiene un aroma de partido nocturno entre semana y de «embotit en faves», cuando la Copa no era la competición desaliñada que es hoy. El encanto del fútbol tiene mucho más de todo esto que de once tipos dándole al balón. Son esas las rutinas que habría que proteger y poner en valor porque nos hacen felices: amigos y familia en un escenario mágico en el que generaciones han llorado de alegría y de tristeza con el club de sus amores. Aquellas pequeñas cosas a las que cantaba Joan Manuel Serrat.

Luego está el fútbol, claro. O eso dicen. Porque lo que ofreció el Llevant es difícil de calificar así. Y muchos levantinos se marchaban a casa como si no hubiese transcurrido el tiempo entre el último partido de la campaña anterior y éste del Villarreal, resignados a Alcaraz, muertos de aburrimiento y lo que es más preocupante: sin virtudes que permitan albergar esperanzas de mejora. En la línea de los partidos del stage. Y sin embargo, tras los necesarios refuerzos de Trujillo y Feddal, el Llevant tiene una plantilla más competitiva. Por la consolidación de los jóvenes protagonistas de la permanencia 2014-15 y el empuje de los que llegan por detrás (Roger, Jason, Pepelu, etc), por las prometedoras altas de Rubén Martínez, Verza, Ghilas y Deyverson y por la deseable recuperación de El Zhar o Rubén García.

Si algo preocupa es que no se ha conseguido dar salida a algunos veteranos con pocas opciones y a otros jugadores que no cuentan para el míster, y ese tipo de cosas son las que acaban por enturbiar el ambiente en un vestuario. También es un misterio el empecinamiento de Alcaraz en un sistema ultradefensivo que no acaba de dar firmeza al sistema y que sacrifica las opciones ofensivas, más allá de enviar algún pepino al punta de referencia. Pero, entre bostezo y bostezo, hay un resquicio para la ilusión y la esperanza.