En Benimassot, un pueblo con 96 vecinos censados, ya no queda ninguna tienda. Lo mismo ocurre en otros pueblos de la Vall de Seta (El Comtat), una zona especialmente castigada por la despoblación y el envejecimiento. Desde hace ya varios años, furgonetas y pequeños camiones como el de Ramón abastecen a los vecinos de diferentes productos. Los jueves es en Benimassot el día de lo que antes se conocía como «ultramarinos», es decir, alimentación y droguería. El miércoles acude el verdulero. Los sábados, el carnicero. El pescado se puede comprar dos veces por semana, y el pan, cuatro. Los vecinos lo saben, y acuden al encuentro del vehículo con la misma naturalidad con la que en una localidad más grande se acude al supermercado.

Es el día a día de Benimassot y de decenas de pequeños pueblos y pedanías de la montaña de Alacant. Purificación Llodrà y Maica Cortón, vecinas del pueblo, se declaran «encantadas» con los vendedores como Ramón. Estos buhoneros del siglo XXI, el de amazon y la compra online, les evitan coger el coche para ir a los supermercados de pueblos más grandes. No pocos vecinos tienen ya su edad y no conducen.

La escena de Benimassot se repite minutos después en Fageca, donde la llegada de la tienda ambulante de Ramón cada jueves hacia el mediodía se convierte también en un momento de encuentro y tertulia. Las conversaciones en este pueblo de 101 personas empadronadas tienen un punto de indignación. Nadie entiende por qué la Generalitat está arrancando miles de almendros para tratar de pagar el avance de la Xylella fastidiosa. «Estamos negros», afirma Josefa, una vecina que torna su enfado en elogios al hablar del tendero: «Que le den un premio, que gracias a él comemos; es nuestro supermercado». Lo suscribe Rogelio, de 86 años, que deposita la compra de la semana en el remolque de su tractor antes de ir a hacer tareas agrícolas. «Me viene de camino cuando voy de casa al bancal».

Fageca tuvo una tienda-estanco hasta hace pocos años. Su propietaria, Gloria Masanet, comentaba en diciembre de 2009 que su comercio era el epicentro de la vida social en el pueblo. Cerró y mira atrás sin pizca de nostalgia. «No lo echo en falta. Era un trabajo de 24 horas y de todos los días del año. Y dejaba pocos ingresos». Recuerda que en las fiestas patronales vendía «leche o café a las 5 de la madrugada». Los vecinos necesitan las tiendas como el respirar.

Cuando Gloria se jubiló, otra familia tomó el negocio, pero apenas duró unos meses. «En todos los pueblos de esta zona había tienda y estanco, y ahora ya no queda nada», lamenta. «No se pueden mantener porque cada vez hay menos gente». La pescadilla de la despoblación se muerde la cola: sin gente no hay tiendas, pero sin ellas nadie se va a vivir allí.

Sin tabaco ni cajero

Hilario Genaro y María Ángeles Llodrà, también vecinos de Fageca, corroboran esa sensación, máxime ante la «desilusión» y pérdida de expectativas que ha producido la gestión de la plaga de la Xylella. «Nadie piensa en nosotros y estamos hartos». Para algo tan cotidiano como comprar tabaco o sacar dinero de un cajero se tiene que ir a Castell de Castells (Marina Alta), a diez kilómetros de distancia. Sí hay panadería, que abre cuatro días a la semana. Los negocios ambulantes son aquí imprescindibles.

Los antiguos buhoneros iban de pueblo en pueblo vendiendo toda clase de artículos. Ramón García lleva en cierto modo emulándolos desde hace ocho años, recorriendo gran parte de El Comtat, la Marina Baixa y la Marina Alta. Se desplaza desde Benigànim (la Vall d'Albaida). Cada día se mete entre pecho y espalda, la tira de kilómetros y de horas de trabajo. «Pero es agradecido. En cada pueblo te echas una charla y al final conoces a la gente». Con el tiempo, el contacto se vuelve proximidad, el gran valor de este colmado móvil: «Los clientes van configurando la tienda, diciendo qué productos que no tengo quieren que les traiga». También atiende pedidos a domicilio o se desvía puntualmente de su ruta para llevar algún artículo.

«Vendo un poco de todo»

Ramón probó suerte con el comercio ambulante tras quedarse en paro. También el desempleo aguzó el sentido empresarial de Silvia Aracil. En mayo, hará dos años que abrió una tienda en su pueblo, Alcoleja, de 180 habitantes. «Ha costado mucho montar el negocio y en los meses de invierno la clientela es escasa, pero estoy muy contenta», afirma. «Vendo un poco de todo, y si me piden algo que no tengo, lo traigo». Junto a productos básicos de alimentación y droguería ofrece algunos artículos más especializados, algo que, junto con una decoración esmerada, rompe con la imagen clásica de la «tienda de pueblo».

Gema Baldó, teniente de alcalde y clienta habitual, destaca que «está muy bien que haya tienda». «Ahora nos falta carnicería; estamos buscando a alguien». La carne también llegaría en una tienda ambulante.

A estas alturas, un oficio tan antiguo como el de los buhoneros se reivindica. No hace tanto nadie daba un duro por ellos. Ahora llevan vida a pueblos que se mueren. En la era del comercio electrónico y del reparto de la compra a domicilio, estos vendedores, depositarios de un oficio antiquísimo, se han revelado esenciales en la lucha contra la despoblación del mundo rural. Llevan productos básicos y esperanza en unas rutas de carreteras de curvas y más curvas.