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El virus y la ciencia

EL VIRUS Y LA CIENCIA

Protesta de investigadores en la Fe, en 2019. efe/kai försteling

Imagino que la investigación científica debe ser para el ciudadano medio algo así como la electricidad, en el sentido de que no es una cosa que a uno le ocupe el pensamiento. Simplemente se espera que haga lo que debe. En el caso de la electricidad, que al llegar a casa y darle al interruptor la luz se encienda, la conexión a internet funcione y el frigorífico tenga los alimentos a la temperatura adecuada. Alguien se debe ocupar de que el sistema eléctrico esté siempre en buenas condiciones, para eso pagamos los impuestos y las facturas de la luz. El mantenimiento y la mejora de la red es algo que se asume está en manos de los especialistas y que se ocupan de ello con la debida diligencia. La disponibilidad de la energía eléctrica es, como diría Ortega, una creencia. Algo así sucede con la ciencia. Se espera que siga avanzando.

La electricidad se hace presente como problema cuando la red se cae y dejamos de tener suministro. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí sin haber sido capaces de percibir lo que podía pasar? ¿Por qué no se ha hecho el trabajo de mantenimiento y renovación requerido? Y a veces descubrimos que esas labores que se supone se van realizando articuladamente detrás del telón, no se hacían bien o no se les dedicaba los recursos necesarios.

El coronavirus ha vuelto a poner a la investigación científica en primer plano, tanto como esperanza para comprender la naturaleza de la pandemia y buscar formas de combatirla, como para respaldar las decisiones de los políticos que afectan a los derechos fundamentales de los individuos. Cosas muy serias. Quizás es un buen momento para quejarse abiertamente, para recordar el maltrato que ha sufrido nuestro sistema de ciencia con los últimos gobiernos, desde los recortes durante el mandato de Rajoy hasta la disparatada separación de ciencia y universidades con Sánchez. Todo mientras los países de nuestro entorno apostaban por incrementar la inversión en I+D y seguían profundizando en el proceso de imbricación entre universidad, ciencia, tecnología y mercado de trabajo.

El estropicio que han hecho estos gobiernos no resulta muy perceptible fuera de la comunidad científica. Primero, porque nadie piensa en cómo va la ciencia cuando se despierta por la mañana, como no piensa cómo se estará haciendo el mantenimiento de la red eléctrica. Segundo, porque hay una importante inercia en la investigación, producto del compromiso de los investigadores y los centros de investigación con la ciencia, haciendo lo que está en sus manos para mantener el ritmo de trabajo con unos recursos que ya eran insuficientes hace 15 años y han seguido menguando. Y tercero, porque a corto plazo no se nota mucho lo que vamos perdiendo, los proyectos que no se realizan, los talentos que se van o aquellos que dejan de venir, la pérdida de ese impulso que da el optimismo por el trabajo de investigación que le mantiene a uno en el tajo las horas que haga falta hasta que salga el experimento.

Pero que no se perciba el deterioro no quiere decir que no ocurra. Llevamos años de acumulación de riesgos que en algún momento pueden pasar una factura muy gruesa. Porque en ocasiones el deterioro se hace presente de forma dramática, como ocurrió con el derrumbe del puente de Génova hace dos años. El desastre que provocó puso al descubierto años de incuria en el control y mantenimiento adecuado de las estructuras portantes. O como muchas de nuestras cajas de ahorro, que de pronto se hundieron mientras descubríamos perplejos que la supervisión del Banco de España de MAFO brillaba por su ausencia. Recordemos los miles de millones que nos ha costado esa ineficacia.

Sería bueno aprovechar las actuales circunstancias para reivindicar sin complejos ni compasión una política de ciencia y tecnología a la altura de la sociedad en la que estamos integrados. Nuestro PIB es inferior a la media de los países de nuestro entorno. Ello exigiría, para compensar, dedicar un mayor porcentaje de ese PIB a la inversión en I+D. Pero lejos de toda lógica, también nuestro porcentaje destinado a la investigación es menor que el de nuestros competidores. O sea, que estamos realmente lejos de países como Francia, Holanda o Alemania y no parece que la brecha se cierre.

La inyección de dinero que va a llegar para compensar los efectos del coronavirus podría ser una gran ocasión para dar un giro decidido a la (falta de) política de ciencia y tecnología de nuestro país. Pero no es fácil gastar rápido mucho dinero y menos hacerlo bien. Hace falta afinar los objetivos y dar un vuelco a las instituciones que desarrollan la investigación, en particular a nuestras universidades. Porque si sólo añadimos financiación no conseguiremos grandes cambios. Hacer un laboratorio o un edificio para un centro de investigación es fácil, sólo hace falta dinero. Tener disponibles investigadores competitivos, en cambio, no lo es. Porque el proceso de formación de estos investigadores es muy largo, costoso y arriesgado. Y los mejores investigadores, como los mejores deportistas, tienen siempre varias opciones entre las que elegir; en particular en países donde se toman más en serio la inversión en capital humano.

Apostar por incorporar científicos de primera fila a nuestro sistema de ciencia y tecnología, y fidelizar a los excelentes que ya tenemos, sería una de las decisiones de mayor calado y con más recorrido que podemos adoptar en apoyo a la investigación.

Conseguir captar talento en nuestro país es difícil pero no imposible. Requiere medios materiales y, sobre todo, el coraje de las autoridades para poner en marcha proyectos ambiciosos aun a riesgo de sacudir el statu quo. El programa ICREA puesto en marcha en Cataluña hace años por Mas-Colell ha demostrado que lo de yes, we can es algo más que un eslogan. Les animo a que miren en su web los resultados de estos investigadores incorporados a nuestro sistema de ciencia, que traen a España en general y a Cataluña en particular mucho más dinero del que cuestan. Quedarse al margen sería un error incomprensible.

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