Termina una semana de dolores que se inició, metafóricamente, con el parto fallido de una actualización de los estatutos de la vetusta cofradía de la Puríssima Sang de Nostre Senyor Jesucrist, con el objetivo de abrir sus puertas a cualquier persona bautizada, sin distinción de género, raza u opción sexual. Esta semana, para muchos, ha sido un verdadero calvario al ver el descrédito y todo lo que en redes y medios se ha dicho de nosotros a consecuencia de esta votación.

Debo reconocer que el debate abrió una reflexión y una brecha entre cofrades, entre cofradía y el pueblo y entre la sociedad más allá del ámbito municipal y la cofradía que fue desvaneciéndose entre dos conceptos que, por pavor, eclipsaron los parlamentos: tradición y tecnicismos jurídicos.

De los tecnicismos jurídicos solo diré, porque estoy convencido de que si se llevó a cabo esta asamblea fue porque se forzó por los impulsores de la iniciativa y que aquellos argumentos en los que se atacó al presidente directamente por la convocatoria, me parecen no sólo ridículos, sino además que estaban fuera de lugar.

El otro concepto fue el peso de la tradición, sin embargo, como explico en mi artículo del libro de la Setmana Santa Saguntina de este año, ‘al so de la festa, als sons del segle XXI’, el hecho religioso que tanto nos identifica es el resultado de modificaciones y adaptaciones de las costumbres espíritu-socio-culturales de cada época.

Nada se mantiene intacto y perenne en el transcurrir del tiempo. Los más puristas deben saber que los primeros documentos de la cofradía, cuya «tradición» oral data su fundación en 1492, son del siglo XVI; que la cofradía oficializa en una época de gran convulsión socio-religiosa diferentes costumbres que nuestros antepasados venían celebrando con diferentes carismas (de los menorets, de los trinitarios y dominicos) lo que después dio lugar a las celebraciones del triduo pascual. Sin embargo, es importante decir que la gran modificación que había perdurado hasta entonces desde el siglo XIII —antes de la fundación de la cofradía— fue la desaparición del drama sacro a finales del siglo XIX impuesta, siglos atrás, por la legislación eclesiástica. Nuestra procesión de viernes santo, es sin lugar a dudas, el resultado de la adaptación de este evento. Otro gran cambio fue la desaparición de los flagelos, cuya reminiscencia recae en el pase de lista y en las colas de las vestas. Era en el hospital de la Trinidad, donde’ els deixuplinants’ (los disciplinantes) se preparaban para flagelarse. El penitente debía salir de allí con su cara cubierta, puesto que la penitencia es individual. Sólo los allí presentes conocían la identidad de cada uno de ellos y desde allí arrancaba aquella «procesión» hasta la ermita, en cambio, en la actualidad, salimos con el capirote puesto, pero con la cara descubierta.

Y ¿nadie se ha parado a pensar qué ocurre con esos pequeños detalles que las mayoralías regalamos a la cofradía? Algunas andas introducidas en los últimos años siguen una estética diferente a la tradición valenciana y nos presentan unos pasos mucho más andaluces.

Yo me pregunto ¿por qué hoy una parte importante de nuestra cofradía sigue vetando la entrada de las mujeres en nuestra cofradía? ¿Por qué somos incapaces de dar una respuesta a una demanda social que permite, sólo a quiénes quieran pertenecer a ella, que puedan hacerlo? Recurrir a la tradición no es la mejor opción.

Creo que todavía es posible hacer el cambio, sin imposiciones, reconciliarnos con la sociedad depende de nosotros y para ello cabe hacer un análisis. Invito a todos los cofrades a ello, con el grito tradicional de la subasta: Cavellers, s’animen o què!