Y precisamente por Albacete, por la bella comarca de Ves, bordeando el parque natural del Cabriel y descolgándonos del escalón de la Meseta, entramos en el valle en cuyo seno se agita un poderoso dragón que se alimenta de rayos y exhala penachos de vapor por las fosas de su hocico. Lo que más miedo da a primera vista (las torres de refrigeración de la planta nuclear) son, precisamente, los arreos que sujetan a la bestia.

Trigos y almendrales finamente labrados. Márgenes de piedra con hileras de carrascas. Rebaños de ovejas. Hace mucho, en el Cerro Negro, la tierra lanzó uno de sus alaridos volcánicos. Si es por protones, siempre gana la Tierra.

En los más de cien kilómetros cuadrados de su término, Cofrentes tuvo de todo: tomillares y pinedas, canchales, riscos, barrancos y pastos; pero poca tierra agrícola: un veinte por ciento. Los cristianos del litoral fueron arrinconando a los moriscos en estas asperezas y hubo varias y sonoras refriegas militares de las que se guarda cumplida relación, incluidos los nombres de los cabecillas rebeldes y de los capitanes que los sojuzgaron. Ahora, todo eso se refleja en el cinexin ingenuo de un mural cerámico, junto al castillo que fue botifler mientras la población se mantenía al lado de los Austrias. La iglesia sigue levantada en el solar donde estuvo la mezquita.

El Valle no puede evitar estar donde está, ni hubo tecnología entre los romanos y nosotros para salvar la Muela de Cortes, con el Caroig, uno de nuestros dos grandes desiertos, habitados sólo por el viento serrano y los pinares. Para ir a Cofrentes hay que pasar por Requena (o por Casas Ibáñez, como hicimos nosotros). Para ir a Ayora, en el extremo sur del valle, hay que tomar la autovía de Albacete hasta Almansa. Pero ese andar a trasmano, tan incómodo para los vecinos, se convirtió, a la larga, en un florido capital. Los roquedos alimentaron la flora melífera que mantiene los rebaños de abejas (el Valle es la primera potencia apícola de España), los ingleses, durante algún tiempo, buscaron en estos apartados pliegues la sensación de jardín cerrado y poseído, y, finalmente y pese a todo, estaba el agua: Cofrentes es una ladera entre el Júcar y el Cabriel, rematada por un castillo.

El Júcar, fortalecido por su tributario, se adentra en las gargantas y cañones de la Muela de Cortes, donde alcanza profundidades de secano abisal. No es el río Congo, desde luego, y los pasajeros del crucero fluvial no avanzan hacia el corazón de las tinieblas: sólo disfrutan de los días de sol y de la brisa. La bestia, en la lejanía, sigue lanzando su aliento humeante, pero Cofrentes tiene el más concurrido de nuestros balnearios, con capilla y tren, sendas señalizadas, deportes de riesgo o turismo pasivo mientras te hacen de todo (si algo no me gusta, ya te avisaré) y golf.

ado en platos comarcales, como los gazpachos o los rellenos, y en pescados. Correcto. Tel. 962 191 315.