Conocí a Iñaki Moreno Ruiz de Eguino hace veinticinco años en su condición de comisario de exposiciones, una profesión que compartimos. Me enteré después de que también era artista -escultor y pintor- de amplia trayectoria y dentro de la mejor tradición vasca, iniciada con el Gran Premio de Pintura obtenido cuando sólo contaba veintiún años. Después, esta filiación sería refrendada por la amistad que tuvo con grandes maestros de la escultura como Jorge Oteiza y Eduardo Chillida, es de suponer que, por separado, porque es bien conocido el enfrentamiento que mantuvieron durante décadas estas dos figuras de talla mundial.

En su escultura, Iñaki Ruiz de Eguino tiene más que ver formalmente con el primero, y conceptualmente con el segundo. Oteiza, con su apuesta por la desocupación del espacio, preconizaba la desmaterialización de la obra y en el fondo la exaltación de la nada, tal y como había hecho su admirado Malévich, por lo que no es de extrañar que, con una coherencia que desarma a cualquier detractor, dejara tan pronto la escultura y se sumiera en un definitivo silencio artístico, aunque no experimental ni polémico. Sus consideraciones abstractas en torno al vacío chocaron de frente con las de Chillida, que por el contrario defendía valores estéticos positivos con consideraciones sobre el espacio muy diferentes, pero soluciones formales no muy distintas, lo que provocó un penoso distanciamiento entre ambos, que sólo la proximidad de la muerte ayudó a atajar.

Los artistas, si son sinceros, pintan, esculpen o actúan como lo que son. Sin embargo, Iñaki no parece un artista geométrico, que suelen ser más bien cuadriculados y estrictos, de una rigidez rayana con la intolerancia. Oteiza se dedicó a polemizar no sólo con Chillida sino con otros muchos seguidores y amigos, a los que acusaba de hacer con sus obras "escultura y no problema" y preocuparse demasiado por la escultura única y por lo tanto demasiado artística, frente a lo que él predicaba, que eran los pequeños formatos experimentales y el desarrollo en series. No obstante, era frecuente que simpatizara con sus contrincantes, puesto que al fin y al cabo les solía unir una misma concepción esotérica y exotérica del oficio escultórico, en torno a reflexiones teóricas acerca del crómlech o el tetraktys pitagórico.

Esa visión, tan curiosamente habitual en tantos abstractos geométricos, es plenamente compartida por Iñaki Ruiz de Eguino, que en su obra oculta inquietudes que van desde el esoterismo clásico de pensadores como Ouspensky, tan influyente en su trazado de la cuarta dimensión, a lo mágico o lo más rigurosamente científico, sin aparente contradicción. El artista donostiarra aporta a la tendencia la idea de la "unicidad espacial", junto a su preocupación por las esculturas "transitables". Quiere huir de "la lógica del monumento", la frontera con el espectador, para abrirle las puertas de la percepción, en una especie de acoplamiento sideral, que se despliega como una exhalación en un centro espiritual como es el convento de San Francisco de Benicarló.

Tras su retrospectiva en la Sala Menchu Gal de Irún, ofrece al público castellonense la posibilidad de enfrentarse otra vez, como en 2014, a una selección de sus piezas, que abarca desde los años setenta. Por cada una de las capillas se podrá seguir su camino de perfección a través de algunas de sus primeras obras dentro del expresionismo abstracto o de series pictóricas y escultóricas como su realismo cosmogónico mágico, los tetraespacios, sus diálogos con la esfera, las travesías y danzas en el tiempo, las invenciones herméticas, sus homenajes a Luca Pacioli o Lope de Vega, las puertas que conducen a otras puertas, pulsando claves secretas, abriéndose a paisajes infinitos, mostrando lo nunca visto pero siempre intuido.

De todas ellas, siento predilección por aquellas en las que toma el pulso a la luz, horadando el plano y dejando penetrar el misterio de lo inaprensible, como la que pudo realizar en toda su extensión en Hernani. Esa escultura desmaterializada, que es la que debería unirle más a su maestro Oteiza, es sin embargo la que le conecta sobre todo con Chillida, su otro guía, el venerado elogiador del aire, del viento, de la luz, del agua, de la música callada, habitante de un lugar, con centro propio, sobre el que gira el Universo. Iñaki Ruiz de Eguino comparte con él una visión poética que no hubiera sido del agrado de Oteiza, menos lírico, pero que no se contenta en sus piezas con un resultado sólo conceptual, sino que busca además su lado estético, porque sabe que en la verdad de la belleza se encuentra la quintaesencia de lo artístico.