Que levante la mano quien esté leyendo este artículo desde su Blackberry. ¿Nadie? Lógico. Esos móviles ya no sirven más que como antiguallas; la empresa que los fabricaba dejó de hacerlo en 2016. Y el biopic ‘Blackberry’ (dirigido por Matt Johnson), presentado hoy a concurso en la Berlinale, sirve como práctico resumen de los motivos por los que una empresa que dominó el mundo se las arregló para perder toda presencia en el mercado que ella misma había inventado. No está claro, eso sí, que sirva para nada más, considerando la comodidad con la que permanece recostada sobre el tipo de clichés -cámara en mano para fingir autenticidad documental, imagen granulada como medio de transporte a épocas pasadas, peinados inexplicables- que han dado mala reputación al cine biográfico. Para entendernos, nada que ver con 'La red social' (2010). 

Fue en 2003 cuando Blackberry presentó lo que hoy consideramos el primer ‘smartphone’ moderno. Era un dispositivo que no solo funcionaba a modo de teléfono, sino que también permitía enviar y recibir tanto e-mails como mensajes de texto y navegar por internet, y su teclado atrajo a los profesionales que buscaban flexibilidad para trabajar fuera de la oficina con las principales herramientas que usaban en el ordenador de su escritorio. No tardó en convertirse en símbolo de estatus para los tiburones de Wall Street, celebridades como Kim Kardashian y Bono e líderes políticos, en parte gracias a su fiabilidad en materia de seguridad. Como la nueva película deja claro, su rápido declive se debió en parte a problemas derivados de su estructura empresarial y sobre todo, por supuesto, a la irrupción del iPhone, más capacidad y velocidad, más pantalla, más aplicaciones, mejor diseño y mejor servicio. Hoy, Blackberry es una empresa dedicada a la ciberseguridad.

Pandemia y racismo

En ‘La supervivencia de la bondad’, otra de las películas aspirantes al Oso de Oro presentada este viernes, Rolf de Heer vuelve usar una mezcla de alegoría y naturalismo para denunciar los abusos de los colonos blancos sobre la población indígena australiana; ya lo hizo en títulos como ‘Ten canoes’ (2006) y ‘Charlie’s Country’ (2013). La película retrata un mundo posapocalíptico prácticamente abstracto: los personajes no tienen nombre, los diálogos son ininteligibles, los paisajes son indeterminados. Una terrible pandemia ha diezmado a la población blanca -cuyos supervivientes deben usar máscaras antigás- pero no a la gente de color, que sigue siendo esclavizada y asesinada. 

Al principio del relato, una mujer negra es abandonada dentro de una jaula en medio del desierto, condenada a morir. Pero logra escapar, y a partir de entonces se embarca en una odisea a través de una tierra hermosa pero llena de odio, violencia, enfermedad y sangre. Mientras la contempla, la película derrocha compasión por el destino de los pueblos oprimidos pero, especialmente considerando que desde el primer minuto de su metraje queda claro que acabará mal, cabe preguntarse: ¿de qué bondad estamos hablando?