'Holy Motors': un continente de películas

'Holy Motors' es, sin duda, una de las películas más especiales de 2012 y una de las más importantes de los últimos años. Es una de esas cuya singularidad puede amarse u odiarse, pero no dejar indiferente, y, en cualquier caso, se incrusta en la memoria con contundencia.

Es, a su vez, la resurrección de un autor olvidado, el galo Léos Carax, y su renovación a través de su habitual álter ego, Denis Lavant, un monstruo de la actuación con mil cabezas. Esta no es, en realidad, una sola película, sino un continente repleto de ellas, como una manta-puzle de múltiples retales.

Carax, otrora enfant terrible cuasi desaparecido tras Pola X (1999), se incorpora de su lecho nocturno para revolver y magnetizar. Él mismo presenta su regreso e introduce una propuesta autoconsciente que combina la fuerza esencial e histórica del cinematógrafo (integrando a Muybridge) con marcas posmodernas, para desembocar en el más prehistórico de nuestros orígenes.

Holy Motors es un filme profundamente metacinematográfico. No muestra el dispositivo técnico, sino el interpretativo y narrativo, y convierte el desarrollo camaleónico de Lavant en protagonista absoluto de la función. Este se traviste en el interior de una limusina para representar sucesivos y bien diferenciados roles en los más diversos escenarios fuera de ella. Carax configura así una especie de oda a una identidad cinematográfica y personal múltiple, asumiendo algunos de los conflictos que esto conlleva, y, de paso, amalgama aquellas historias que quizá fueron quedándosele en el tintero. De un féretro a una limusina y desenlace en el hogar originario, donde el guerrero descansa, ahí donde uno puede, simplemente, dedicarse a contemplar por la ventana tras haber

representado/vivido todas las historias posibles.

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