Nos cuenta un relato macabro vinculado a un personaje surgido de la mitología nórdica Europea, Krampus, que quiere efectuar el papel del antagonista de Santa Claus o Papá Noel y viene a ser una mirada siniestra al lado oscuro de la Navidad elaborada con una manifiesta tendencia a los excesos de terror y con un número final que tiene mucho de carnaval de disfraces. Algo más cercano a Halloween que a la iconografía navideña. Nada de especial relevancia, desde luego, que pierde a veces el sentido de la orientación por llevar sus propuestasde miedo más allá de lo sensato.

Hay que significar, eso sí, que es solo el segundo largometraje de Michael Dougherty, que debutó en 2007 con Truco o trato y que ha tardado siete años en ponerse otra vez tras la cámara. Lo más destacable, aunque solo para los amantes incondicionales del horror, es el intento de ubicar la leyenda de Krampus, el demonio de la pezuña hendida, en un contexto ajeno al monstruo de marras que culmina de forma terrible. Porque si lo que define a Santa Claus es su generosidad y los regalos que transporta en su trineo volador, en cambio las señas de identidad de Krampus, que se lleva las almas de los niños que han sido malos, están vinculadas a la oscuridad.

Valiéndose además de artilugios que lo justifican todo de forma gratuita, el director trata de sacar partido de una mansión repleta de juguetes y muñecos que van a cobrar vida y a provocar que el miedo ocupe el lugar de la fantasía. Es la casa en la que el adolescente Max va a disfrutar las tradicionales fiestas con su familia, rodeado en principio solo de sus padres y sus hermanos, pero a la que acabarán uniéndose por desgracia, el vulgar tío Howard, suesposa Linda, que pretende mantener la concordia con su hermana Sarah, y los poco amables hijos de ambos. Sin dejar de lado la grosera tía Dorothy y a la matriarca alemana Omi, que parece estar muy familiarizada con el universo de Krampus.