La vianda tiene los pies en ambos mundos, en el popular y en el acotado: lleva huevo –la perfecta sencillez– y lleva bogavante –el sobrevalorado distintivo de clase– y fue concebido en una gasolinera y forma parte de la carta del Jardín de Lutz, el restaurante que dirige Lutz Bösing en el hotel Finca Cortesín, en Casares (Málaga).

En el ecosistema gastronómico español, Lutz Bösing es una rareza, un alemán de Aquisgrán moldeado en la Costa del Sol desde hace 30 años y cuya cocina bebe de lo centroeuropeo, de lo mediterráneo y de ese clasicismo que vuelve descorbatado.

Experimentado en grandes establecimientos hoteleros como La Bobadilla (Loja) o el Hostal de La Gavina (S’Agaró) y ajeno a los escenarios y los cañones de luz, ejerce su profesión con reserva y un cierto auto exilio: “No solo es guisar sino también gestionar. Estrellas hay muchas, y fantasmas en la cabeza”. Se niega a cocinar para Instagram, “para las fotos bonitas”. A estas alturas, “a punto de los 60”, ya no se imagina con esa actitud que dan los brazos tatuados.

El cocinero Lutz Bösing, en Finca Cortesín, Casares, Málaga. Pau Arenós

Escuchar a alguien en el sur que reivindica la mantequilla es tan raro como un carpacho de oso perezoso: “Vuelven los clásicos y los manejo bien gracias a la formación alemana. Defiendo la cocina francesa y defiendo la cocina española”.

Habla Lutz de la cocina de hotel, que no es la de los bufets recalentados ni la de los panecillos de adoquín. “La gran cocina de hotel”, dice. La del Savoy de Londres y la del Ritz de París y la del Waldorf de Nueva York. La cocina de hotel fulmina el ego. Un equipo puede diseñar platos sublimes y reclamadores de elogios, pero el cliente es rey y dictador: “Si quiere una paella le hago una paella y si quiere una hamburguesa, le hago una hamburguesa”.

Este texto habla de la cocina más personal de Lutz, aquella que un chef ejecutivo, hecho a lo práctico, aloja en alguna de sus más íntimas habitaciones.

Hacía tiempo que no comía fuagrás –después de haberme sentido pato con el hígado hipertrofiado en los 90– y un millón de años han pasado desde la última salsa de champán. El primero sale perfecto y con judías verdes, trufa y vinagreta de jerez y la segunda, como base de una terrina de lubina con gamba y calamar y, contraste en negro, caviar de Riofrío.

La entrada de la Finca Cortesín. Finca Cortesín

Con la salsa de champán y la terrina me siento un comensal de la 'belle époque' y mis pies piden cancán. Los riñones que acompañan al cordero lechal me hacen preguntarme si Lutz desafía al comensal, aunque solo sea con esa sonrisa en forma de víscera. Más de un susto, seguro, entre tanta clientela encopetada.

Bien servidos por Serge Sudre y bien bebidos gracias a Agustín Navarro y el cava Textures de Pedra de Pepe Raventós y el Albino 2017 de Albamar, un tinto tan raro como su nombre.

La piscina del Beach Club, con un restaurante que también dirige Lutz Bösing. EPC

Me refería al inicio a una gasolinera, materia con grasa en este refinado ambiente, y fue allí donde a Lutz se le ocurrió el huevo con el bogavante, que bebe también de un 'suquet' y de ese huevo con langosta de las élites de vacaciones en Baleares: “Salíamos de aquí, fuimos a una gasolinera a tomar algo, nos sirvieron unas gambas al ajillo con huevo frito y pensé: ‘Vas a afinar esto”.

La mezcla imbatible –con ajo, guindilla, patata confitada, fondo de pescado– disimula un ingrediente tan crucial como discreto: una ostra congelada y rallada, que potencia el conjunto.

Ese molusco es representativo de lo que pretende el cocinero: estar aunque sin alardes.

El interior del restaurante Jardín de Lutz.

¿La ostra? La pista se la dio un amigo pizzero: a la pasta 'alle vongole' añadía una ralladura de mejillones bajo cero.

Descendiente de médicos, pensó en ser dentista, como uno de sus hermanos, al que ayudó cuando tenía 13 o 14 años: “Me gustó muchísimo hacer dientes, hacer cosas con las manos”.

Se da cuenta ahora, y se ríe y parece más andaluz que alemán, al comprender que ambos, cocinero y dentista, tienen oficios de boca.