Rodolfo Guzmán camina veloz, recorriendo los interiores del hotel NH Eurobuilding de Madrid (Padre Damián, 23). Lleva apenas unos días trabajando en el hotel madrileño, pero se conoce cada esquina y cada rincón. Su destino es la ubicación exacta en la que ha dispuesto, a salvo de la lluvia y el frío del otoño, su cordero a la “inversa”. Alí, pacientemente, comprueba el cocinado de la carne y el tostado de la piel. ¿Qué diferencia su técnica de la tradicional para hacer este animal a la estaca? Le da la vuelta en dos sentidos: lo pone cabeza arriba y multiplica por tres o por cuatro el número de horas. El cordero de Rodolfo pasa 14 horas haciéndose antes de acabar en la mesa.

Rodolfo Guzmán, posando al lado de su famoso cordero a la inversa.

Con todo, el cordero de este revolucionario de la comida nacido en 1978 es lo menos sorprendente de su menú: tanto del que ofrece dentro del 'pop up' Boragó In Residence (hasta el 3 de diciembre en Madrid) como del que lleva 15 años proponiendo en Boragó en Santiago de Chile. Ojo, ahora está entre los mejores restaurantes del mundo (el 43 para la lista The World's 50 Best) pero no siempre le fue tan bien: en los primeros años de Boragó estuvo a punto de cerrar. Eran pocos los que entendían la propuesta.

“Si hace siete años teníamos una o dos posibilidades para cada ingrediente y ya éramos felices, ahora tenemos 300 opciones diferentes. ¡Imagínate!”, explica, abriendo unos enormes ojos azules y sin dejar de sonreír. Si lo que hace Guzmán en Boragó ya sorprende en Chile solo hay que imaginar el impacto en España. Rica-rica, pajarito, kollof: quedémonos con estos nombres. ¿De qué va todo esto?

La despensa endémica más grande del mundo

Va del (re)descubrimiento de la despensa endémica chilena -“la más grande del mundo”, apunta el chef- desde que montó, en 2007, su restaurante. Antes, pasó por Mugaritz, entre otros. Y se nota. Los platos de Boragó son desafiantes desde un punto de vista estético y conceptual. Cuando se le pregunta por el proceso para llegar a alguno de ellos, sonríe, mueve la cabeza y amenaza con arrancarse a hablar durante minutos y minutos. “Son el resultado de taaaantos procesos”, zanja. 

La tartaleta de hongos y frutos de melí con la que se abre el menú de Borago In Residence.

En el menú “Endémica”, con el que el restaurante llega a Madrid, hay muchos platos para el recuerdo. El inicio ya es apabullante con una tartaleta que es casi un universo vegetal en sí mismo. Como comerse un bosque de encinares silvestres, arándanos rojos o el fruto del melí, un árbol perenne endémico de Chile. ¿Se come todo? “Claro que se come todo, no podría ser de otra forma”, responde un miembro del equipo de sala.

Se nota el trabajo de Guzmán y su equipo por sacar lo mejor de cada ingrediente, por hacer comestible cada idea que se fija en su cabeza. El cordero llega con una ramita de higuera y, ¡sí!, claro que se come: tanto la madera como las hojas. Una brocheta absolutamente insólita para acompañar un cordero que se deshace en la boca, merced a la grasa -su propia grasa- con la que lo embadurnan durante las 14 horas que se cocina.

Platos de ciencia ficción

Pero antes de llegar al cordero hay un universo entero. Que a veces parece de ciencia ficción. El ceviche de piure, un animal marino “con un cuerpo rojo, que late como un corazón”, se alía con las almejas y navajas, uno de los muchos guiños que Guzmán hace a la despensa española a lo largo de este menú que fusiona la primavera chilena con el otoño de aquí. 

Otro ejemplo son los madroños, que tienen “enamorado” a Guzmán y que sirve dentro de una manzana asada que encierra también en su interior caviar chileno de esturión. Recuerdos infantiles y vocación gurmet, dos elementos antagónicos que aquí funcionan bien juntos. En otro plato, la calabaza se convierte en un especie de cuenco madurado como si de un queso se tratara para acoger en su interior un ceviche de hongos. La cocina vegetal dando vueltas sobre sí misma.

La peculiar manzana asada de Rodolfo Guzmán en Boragó In Residence.

Van apareciendo poco a poco los nombres de aquellos ingredientes que no nos suenan de nada. El kollof es, atención, un alga que puede alcanzar los seis metros, y que Guzmán aprendió a aprovechar en cocina con el tiempo “y con cuidado, porque hay una especie similar que tiene un sabor horrible”, recuerda entre risas. En el menú aparece acompañando un cremoso de tréboles de roca -otra rareza- y una gamba de Palamós -algo más cercano-. También en un caldo junto a plantas de roca marchitas a la brasa. Marchitas, sí. ¿Por qué no?

El pajarito es el nombre que dan al kéfir en Chile y sirve de base a una untuosa mantequilla con el que se embadurna el milcao, un sencillo pan de patatas. Finalmente, el rica-rica es una hierba aromática que comparece en la larga secuencia de postres, poco dulces y muy llamativos. Un paseo por el desierto chileno de Atacama, un aparente yermo para las especies vegetales del que, sin embargo, Guzmán, saca oro. Con la rica-rica hace un helado que acompaña de algas. También presenta un semifrío de rosa del año, un fenómeno insólito en el lugar más árido de la Tierra, con una forma que recuerda a una mariposa y que compone uno de los platos más estéticos del menú. 

Guzmán repite muchas veces en la descripción de sus platos que son “deliciosos”. No es gratuito: después de todo lo dicho anteriormente es obligatorio decir que todos y cada uno de los pases del menú están buenos. Una nota en común aparece en caldos, ceviches y cremas. ¿Humo? “Por supuesto, el humo es el hilo conductor de la cocina chilena”, sentencia el chef. Mucho humo -en el mejor sentido- en una propuesta ideal para todos aquellos que quieran adentrarse en un terreno gastronómico tan inesperado como sorprendente. Hasta el 3 de diciembre, Boragó está en Madrid con un menú largo y raro, en el mejor sentido de la palabra (190 euros o 270 con maridaje a base de vinos chilenos). Una aventura efímera para el paladar.