Parada y Fonda

"Filaes" de invierno

Nada hay tan valenciano como liarse un pingo con borlas y plumero, y desfilar al compás de Paquito el Chocolatero

"Filaes" de invierno

"Filaes" de invierno

Emili PIera

Y nadie da más que los Moros y Cristianos. En Alcoi, la madre de todas las batallas (de pega), dicen «vestirse» y se ofenderían con la alusión al disfraz. La fiesta da tanto de sí que hay sesión continua todo el año, sobre todo, tras el equinoccio de primavera, pero también en el arranque del verano, en plena canícula o en tiempo de vendimia. En Xixona la llaman la Festa dels Geladers, porque se celebra a finales de octubre, cuando ya se come menos helado y antes de enfilar el final de la campaña turronera.

Pero la prueba definitiva de poder y tronío son los moros y cristianos de invierno, como los que se celebran a comienzos de diciembre en La Font de la Figuera, donde el fotoperiodista Manolo Asensi capturó estos momentos aquí publicados, en que los pecadores se exponen al frío que viene de Almansa. No hay momento tan sublime como aquel en que una docena de muchachas, vestidas de extras de Aladino, levantan la pierna con tino coreográfico y una ráfaga de carne asoma como un trallazo por el corte vertical de los faldones. Ni Hollywood ni el Halloween de Nueva York. Pero el valor insuperable se acredita en Bocairent y Sax, en el arranque de febrero y con la bendición de Sant Blai. Allí los moros y cristianos combaten, con mantas y herbero, lo más crudo del crudo invierno, entre cielos morados y escarchas despiadadas.

En la Font, como en otras partes, hay filaes clásicas, como Els Templaris, pero sorprende el número, variedad y lujo de los distintos avatares de los contrabandistas, algunos con boato de bailarinas entre andaluzas y goyescas. Es un rasgo del XIX, cuando los contrabandistas concentraban la admiración popular por su desafío a la Hacienda pública y el consiguiente manejo de billetes.

Pero lo más interesante de la fiesta ha ocurrido en las últimas décadas, cuando uno se fija en los arreos, remates, yelmos, collares y atavíos que se gasta el personal. Ristras de huesos de caníbales de Papúa. Cascos de fibra y madera de indígenas del Congo. Bombachos y espingardas de combatientes senegaleses, gran profusión de cráneos enemigos colgando del cinto, o rostros pintados con la dentadura descarnada y las cuencas vacías del Ejército de las Tinieblas. Más tribus que en El señor de los anillos, una cabalgata de espectros que supera lo soñado por Lovecraft. Pero con mucha risa. La risa, ahuyenta al diablo.

Cuando uno cree que lo ha visto todo, aparecen los atributos totémicos: las cabezas de bisonte o los cuernos de ciervo, las plumas de la orden azteca de caballeros del águila. Se comprende que la gente prefiera el bando moro al cristiano (tiene más riqueza condimentaria). «¿Y que ocurre si no hay bastante gente para las comparsas cristianas?», me preguntó una vez el escritor Eslava Galán. «Pues que se contratan jornaleros árabes», le contesté.

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