La Navidad está aquí, lo supe el día en el que Mariah Carey lo tuiteó, reivindicándose un año más como la estrella contemporánea del adviento en la que se ha convertido a golpe de villancico. Pero sus gorgoritos y figura vestida de mamá Noel no es la único que me recuerda que se avecinan excesos. Los signos me persiguen alrededor, allá donde vaya. En el súper, cada vez que giro la esquina con el carro y tropiezo con torres rojas de bombones, exposiciones de mazapanes y turrones de mil sabores, todos listos en una invitación colectiva de final de año al Almax y la hiperglucemia.

Evitando caer en el turrón de chocolate de marca multinacional, enciendo la tele, me entra frío y no puedo evitar sentir solidaridad profesional por la legión de reporteros que cubren el temporal con nieve hasta las rodillas, anoraks y la espuma de micrófono bañada con copos blancos, que se van derritiendo mientras reciben la voz temblorosa del que informa.

Al final del informativo veo una de esas noticias absurdas que hacen más ligero la información dura que ni mucho menos pura; resulta que a una familia le han pedido que retire su decoración navideña por adornar demasiado pronto. Algunos vecinos se han solidarizado con la denuncia y se han puesto a decorar sus casas, como si Mariah les hubiera hipnotizado con su tweet anunciador. Y después cambio a Netflix y me siento con los grandes almacenes Macy's con la reciente incorporación de películas cargadas de historias de amor navideñas, envueltas con enormes lazos rojos y mucho jacquard. Me quedo con una que habla de la leyenda de allá, pero hecha aquí: Klaus es una pequeña obra de arte animado con encanto, que te transporta a un mundo de hadas fabricada en España y muy exportable desde la plataforma global. Entretenimiento de calidad y una de esas cosas buenas de la Navidad, con el permiso de la diva...