Conservo pocas entradas o programas de mano de los eventos a los que asisto. Solo guardo a buen recaudo la entrada de la final de la Copa del Rey del 2019 entre el Valencia y el Barcelona en Sevilla y la localidad de la última tarde que vi a José Tomás en la plaza de toros de Granada. Sin embargo, todas las entradas de cine de las películas de Paolo Sorrentino (Nápoles, 1970), ganador del Oscar por la inconmensurable La gran belleza (2013), las guardo como si fueran un mapa espiritual, la literatura de la memoria, para defender la exactitud de mis recuerdos.

Y la entrada de Fue la mano de Dios ya descansa junto a las demás. Ayer Sorrentino estrenó en España -en Italia lo hizo el pasado 24 de noviembre- su película más completa, la más auténtica que ha hecho. Porque es una cinta que huye de los dogmas, que no quiere remitir a la mezquina pasamanería del éxito. Sorrentino se muestra como un coleccionista de emociones que solo busca en su memoria para plasmar episodios reales, ecos de su vida. Y eso no hace más que aportar una sensación de ligereza y libertad a la película. No se muestra como un predicador estentóreo, sino todo lo contrario gracias a su desnudez. Porque el director italiano se descorteza como una manzana madura durante las dos horas de proyección.

De todas esas remembranzas fehacientes, la de que Maradona le salvó la vida es la más auténtica. Fue de manera indirecta, claro. Tenía 17 años, en plena juventud, y nunca olvidará ese día: el 5 de abril de 1987. Sus padres murieron a causa de la fuga de gas de una caldera defectuosa y el futuro cineasta sobrevivió a la tragedia porque se marchó a ver aquel Nápoles que al final de temporada ganaría su primer Scudetto gracias a la revolución del “Pelusa”.

“Maradona fue el primer humano que me puso en contacto con la belleza del espectáculo, me hizo entender qué podía ser un espectáculo elevado”, ha asegurado Sorrentino. De hecho, no es la primera vez que recurre al “Barrilete Cósmico” para su cine. En La juventud (2016), también aparece con cierto desfaso en su figura.

Sus padres murieron a causa de la fuga de gas de una caldera defectuosa y el futuro cineasta sobrevivió a la tragedia porque se marchó a ver aquel Nápoles que al final de temporada ganaría su primer Scudetto gracias a la revolución de Maradona

Fabietto Schisa, alter ego de Sorrentino y joven pálido, extraño y demasiado febril que solo encuentra consuelo en el fútbol, escuchó de su tío que “La mano de Dios”, aquel gol de Maradona marcado sutilmente con la mano en el Mundial de México 86 contra Inglaterra, fue “un acto político, una revolución”. En el entierro de los padres del protagonista, el mismo familiar le preguntó el motivo de su ausencia en casa y Fabietto contestó que estaba en el campo viendo a Maradona: “Fue la mano de Dios la que te salvó”, le dijo su tío. Una seña hereditaria, un acto casi divino tan cierto como el título de la película.

La obra es un fardo desbordante de amor a Nápoles, una ciudad que hace creyente a los más descreídos gracias a sus munaciellos (pequeños monjes). Ese lugar italiano en el que gracias a Federico Fellini y su idea de “hacer cine para alejarse de la realidad” descubrió su vocación por ser cineasta. La Piazza del Plebiscito, el Monte Vesubio, la Galería Umberto o el plano inicial del Lungomare están impregnados de su vaho cariñoso en la obra como versos poéticamente escritos.

El dialogo final, de noche en la bahía de Marechiaro, entre el cineasta italiano Antonio Capuano y el protagonista es maravilloso porque saltan a flote las escombreras de los sueños y da la talla de la película. La honestidad de Sorrentino está avalada por sus recuerdos. Como una entrada de cine guardada en la cartera. Como una vida entera hecha película.