Oído, visto, leído
Arancel eres tú
«Arancel» podría ser el nombre de un baile o una herramienta de alta precisión. Pero ahí donde lo ves, puede hundir el mundo.

Arancel eres tú
Bonita palabra. Protagonista mediática absoluta de la semana, la palabra «arancel» podría ser el nombre de un tipo de árbol (un bosque de aranceles, por ejemplo), de un baile folclórico, de una herramienta de alta precisión («esto lo arreglo yo con el arancel, pásamelo»). Pero ahí donde la ves es algo que puede hundir al mundo. La definición: «Tarifa determinante de los derechos que se han de pagar en varios servicios (aduanas, etc…) o establecida para remunerar a ciertos profesionales». Como padre y marido, otra cosa no, pero profesional soy un rato, así que me pongo a ello e implanto la tasa en mis dominios. Cada cosa que se me pide, arancel que le meto. .
Pronto empiezo a entender a Donald y su sibilina inteligencia, llena de matices y zonas grises. De repente soy odiado en mi propia casa por los que antes creía que eran mis aliados más fieles, pero el resultado en tan solo una semana es espectacular: a mi hijo le aplico un veinte por ciento correspondiente a su paga semanal, a las pizzas de los viernes, al coste de la peluquería. «Vas a provocar el caos y la destrucción en esta familia, maldito seas», me dice cada vez que pasa por caja.
«No se puede ser más malvado y abusón, papá» me dice mi hija, tras decirle que o paga un treinta por ciento o no le renuevo el Amazon Prime. .
Pero es con mi mujer con la que me juego la batalla principal. Ella se pone en modo china y yo voy de americano agresivo y faltón. No se inmuta, no se perturba, me saca la lengua y aplaude cuando ve a Pedro Sánchez en la tele. Yo lo intento con amenazas rastreras e indignas, le digo que lleva años aprovechándose de mí (estoy harto de lavar el coche que solo ella usa y de que me mande a comprarle kiwis amarillos a Mercadona. Donde siempre tienen el mejor precio, por otra parte). Pero como si oyera llover, es una roca: es como si fuera una guerrera de Xian segura de la fuerza de su espada, una seguidora de Confucio que conoce los secretos del temple y la sabiduría, una mujer respaldada por mil millones de razones y por la fuerza de la historia. .
Arancel eres tú, le digo todas las mañanas. Pero como si oyera llover.
Leiva se sincera. Imposible que te caiga mal Leiva, el rockero con mejor pose y estilo de todo el panorama musical español. Delgado como un alfiler y con su ojo de cristal, el traje blanco con el sombrero y su voz aguardentosa le sientan estupendamente. Está de promoción de su último disco, Gigante, y aparece en programas de radio y televisión, en magacines de todo tipo y condición.
Con un deje y un tono que parece una versión elevada del casticismo madrileño, Leiva da mucho juego. Habla del disco, de la participación de Robe Iniesta en una de las canciones, de su madurez, de la actriz Macarena García, de sus amigos (contó una anécdota onanista en casa de Carlos Tarque impagable, en «La Revuelta»).
A pesar de todo su postureo y tics de «rockstar» a Leiva te lo crees. También habla de sus problemas con la ansiedad y de cómo trata de reducirlos. Aquí no es muy original porque desde hace ya algún tiempo cualquier cantante que se precie de cualquier sitio los da conocer.
Desde Aitana hasta Dani Martín. Desde Springsteen a Sabina. Desde Iván Ferreiro a Billie Eilish. Parece que situarte ante veinte o treinta mil personas, todas mirándote a ti para pasar una noche cojonuda y que todo sea perfecto e inolvidable, da algún problemilla que otro.
Bienvenido al club de la angustia y el desconsuelo. Está bien que así sea -su desahogo en las entrevistas- porque visibiliza, y acompaña a todos los que creen que su problema es único e intransferible. Leiva habla de esa angustia, pero también de su miedo a fracasar, de su temor a ponerse malo y no facturar, de que entre mal y se equivoque al iniciar el estribillo, de no saber cómo va a ser el futuro, de no estar a la altura, de ponerse triste y no saber por qué.
Tranquilo, Leiva, que sabes que te queremos igual, y no estás solo.
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