Añade pocas cosas a un filón tan agotado como el de las posesiones demoniacas, que tiene en su haber títulos de mayor relieve, aunque es cierto que no es de las peores aportaciones al mismo y hasta forja el clima de terror necesario para mantener al espectador en un estado de tensión. Se confirma en este sentido que el director danés Ole Bornedal sabe moverse con soltura en estos escenarios, algo que demostró en 1997 con La sombra de la noche, versión norteamericana suya de su propia cinta danesa. El vigilante nocturno, que había dirigido en su país tres años antes. Sin duda por esa experiencia previa el prestigioso cineasta Sam Raimi se erigió en productor de esta cinta, inspirada en hechos reales.

El mayor inconveniente que presenta es que no puede evitar la tentación de desbordar su arsenal terrorífico cuando el demonio de marras hace de las suyas. Bornedal cuenta la historia, hasta mediada la proyección, con evidente pulso y sin caer en la fácil tentación de apoyarse en los efectismos gratuitos y en los excesos de toda índole. En este sentido, la trama se va configurando con notoria progresión dramática, aumentando de forma gradual la inquietud, la tensión ye el miedo Es a partir del momento en que ese proceso ha culminado cuando se efectúa un salto demasiado acentuado de cara a llevar las cosas al límite del terror.

Naturalmente, las licencias que se emplean en estas circunstancias no tienen freno alguno. Se amparan en una misteriosa caja, comprada por la hija menor de un matrimonio que acaba de separarse en un mercadillo, que guarda en su interior un dibbuk, un ser infernal que tiene como única meta apropiarse del cuerpo de un ser humano. El carácter de cine familiar de la película se rompe en pedazos cuando el factor demoniaco se hace patente.