El debate urbanístico que plantea el conseller Rafael Blasco, como todos los suyos, tiene trampa, y el PSPV-PSOE ha caído, dicho en los términos propios del secano valenciano en el que me crié, como un pardillo. Lo que persigue el conseller, con el aval del presidente Camps y del Partido Popular, es desviar la atención sobre el fondo del problema y que los medios de comunicación malgastemos tiempo y esfuerzo -unos desde la complicidad y otros desde la inercia informativa de todos los días- en dilucidar quiénes son los malos de esta película que amenaza la globalidad del territorio valenciano: si los ayuntamientos del PP o los pérfidos municipios socialistas, que tienen presentadas recalificaciones o han promovido PAIs que afectan a miles de hectáreas (esa superficie sí que la sabemos porque el conseller se ha encargado de pregonarla, la de sus ayuntamientos no. Es secreto de sumario).

En este asunto, conseller, no hay culpables ni inocentes entre los municipios o , al menos, no hay nadie legitimado para tirar la primera piedra y mucho menos para pedir a los ayuntamientos, sean del signo que sean, que frenen sus legitimas aspiraciones de hacer caja, aunque sea a costa de romper su paisaje y quemar las velas de su desarrollo futuro.

Lo que pretenden ahora el conseller y el PP, acosados por unas instituciones europeas que, todo sea dicho, amagan pero nunca dan, aprietan pero no ahogan, es desactivar el debate que debía girar en torno a los perversos efectos de la LRAU y al ejercicio irresponsable de una administración que ha dejado a los municipios y a los promotores campar a sus anchas sin ejercer el mandato ciudadano y hasta el compromiso electoral de primar el desarrollo sostenible, la ordenación racional del territorio, la protección del paisaje como recurso y el respeto al derecho de propiedad de miles de valencianos -no sólo europeos de pelo rubio- que han sido pisoteados en beneficio de unos pocos.