El término y el concepto de nación, traídos de los pelos al Parlament de Catalunya aprovechando el "Estatut" (que, de momento, no parece ser otra cosa que una propuesta de autonomía fiscal y financiera), son tan abstractos, subjetivos, ambiguos y provisionales como los de raza, etnia o pueblo. Si se hace un repaso a la historia moderna de prácticamente todos los países del mundo, se puede comprobar que dichos conceptos y lo que en ellos se contiene han sido, son y seguirán siendo cambiantes y, por ello, inexactos e inestables y, por tanto, acientíficos.

En Estados Unidos la referencia principal de nación gira en torno a lo que se viene llamando first nations, las tribus que encontraron los europeos a su llegada y que fueron diezmadas o exterminadas por ellos. Para nada se habla de una nación de naciones -italianos, polacos, mejicanos, kenyanos, choctaws, arapahos, lakotas, afroamericanos, chinoamericanos-, como se vuelve a plantear ahora en España respecto de los catalanes, los vascos, los araneses, los valencianos, los maños, etc.

En la España medieval, salida de la Hispania romana, el término arabizado Spania excluía probablemente a los territorios no islamizados, es decir, los pueblos cristiano-visigóticos del norte de la península. En el siglo XIX europeo se asumió la nación como símbolo político más que como condiciones sociales que requiriesen un cambio de rumbo radical e imprescindible para la supervivencia del pueblo de esa supuesta nación, supervivencia que no necesariamente debía pasar por el reconocimiento de ciertas señas de identidad como la lengua, sino, por ejemplo, a través de medidas de carácter socio-económico y político-cultural. De ser estrictos en el planteamiento, los primeros condados catalanes surgieron como forma de organización de las poblaciones locales sobreimpuesta respecto a modos más primitivos de gobernarse. Posteriormente se forjaría Cataluña tras una larga, beligerante e imperialista carrera en la que se atropelló a otras gentes, o primeras naciones, de los territorios vecinos o remotos.

Para hacerse una idea aproximada, el Reino Unido de Gran Bretaña lo constituyen tres o cuatro naciones -Escocia, Gales, Cornualles e Irlanda del Norte (fundada por los descendientes de colonos procedentes de Escocia en el siglo XVII)-. Paradójicamente, nadie piensa ni habla de una aparente o real quinta nación inglesa, obviamente la de los ingleses, que no son ni se consideran escoceses, ni galeses, ni córnicos ni norirlandeses). Que en el pasado fueran los ingleses (una mezcla de pueblos germánicos y escandinavos) quienes impondrían su hegemonía sobre los pueblos contiguos de origen céltico (como los galeses) o germánico (como la mayoría de escoceses) no significa que la construcción del Reino Unido de Gran Bretaña tuviese que hacer marcha atrás para volver a empezar una estructura administrativa y étnico-lingüística totalmente distinta a la consolidada actualmente.

La Declaración de Independencia de los Estados Unidos, que algunos se sienten tentados a seguir como modelo, se hizo a partir de una situación colonial. Dados los abusos cometidos por la metrópoli en una época en la que circulaba con fuerza la idea de que «todos los pueblos de la Creación son iguales, que el Creador les ha dotado de ciertos derechos inviolables, que estos derechos incluyen la vida, la libertad y la autonomía en la búsqueda de la felicidad», los firmantes expresaron la necesidad de que «una nación [podría] verse obligada a romper los lazos políticos que la vinculaban a otra nación» y, en consecuencia, asumir los poderes que le permitiesen alcanzar la independencia y la autonomía. Se puede colegir que el término nación es aquí altamente impreciso, puesto que las colonias se hallaban habitadas por gentes procedentes de muy diversos lugares, aunque muy pocos tuvieron en cuenta, a la hora de redactar aquella declaración, a los verdaderos nativos americanos, es decir, a los indios.

Por otra parte, nación es un lexema polisémico que se percibe y emplea desde múltiples ángulos, esencialmente político, sociológico y antropológico. Los políticos catalanes no son los primeros en jugar con la ambigüedad de nación. Quizás hayan sido los independentistas de Québec los que han guiado a CiU o a ERC en su ruta imparable hacia la emancipación y la construcción de una Neopatria catalana del siglo XXI. Nación para Carod Rovira es siempre restrictivo y reductivo, ya que antepone el concepto de nación (equivalente a minoría étnico-racial), como en el caso de las naciones indias, al de esa otra nación sumativa (equivalente a Canadá como conjunto anglo-francohablante, o a la España plurilingüe y pluriétnica). En el inframundo, o supramundo, o exomundo (como queramos llamarlo) nacionalista, es incompatible la pertenencia a dos naciones al mismo tiempo, por lo que o se es catalán o español, o polaco o prusiano, o serbio o esloveno. De esa manera podemos argumentar, combinando arbitrariamente componentes dispares, que, dentro de Cataluña, o se es gitano (como Carmen Amaya, nacida en Barcelona) o catalán (como Jacinto Verdaguer nacido en Folgueroles), empleando en ambos casos gitano y catalán como miembros de una minoría étnica, o como individuos pertenecientes a dos naciones distintas, la nación gitana (con lejana madre patria, el subcontinente asiático, pero actualmente sin su tierra de gitanos) y la nación catalana (afortunadamente con madre tierra y madre patria).

Si, según se aclara en los foros políticos de Cataluña, son catalanes los que viven en y aceptan formar parte de Cataluña -sean temporeros extremeños, lleidetanos o cameruneses-, no debería haber inconveniente en que un catalán sea español. A nosotros nos da lo mismo cómo se construye y mantiene un estado nacional siempre que no nos hallemos en una situación de opresión colonial o desgobierno político. Pero no nos da igual que se hagan trucos con las cartas que baraja el nacionalismo. Es un engaño proclamar que la situación de Cataluña es comparable a la del pasado colonial en Nigeria, Ghana o Indonesia. Es intransferible el escenario de Sinkián, un pueblo túrquico verdaderamente reprimido por el régimen comunista de Pekín, al de Cataluña bajo el paraguas de Madrid. Pero sí son comparables las condiciones de vida de los araneses, que hablan una lengua románico-occitana y forman parte de una provincia catalana, y las de los catalanes, que hablan una lengua románico-provenzal en un enclave político preconfigurado secularmente. Si hay que deslindar Cataluña de España (como subrayó Artur Mas hace unos días, «los catalanes somos diferentes», aunque no aclaró en qué son diferentes, si en estatura, color del cabello, tamaño de las orejas, necesidades higiénico-sanitarias o alimenticias), no hay posibilidad de que los escolares conozcan la geografía política del mundo, puesto que no podríamos explicarles qué es Bélgica, o qué son Alemania, Papúa Nueva Guinea y Colombia, edificios de trencadís de múltiples colores.

Los sociolingüistas interpretan las relaciones entre los hablantes como relaciones de poder. El mismo principio rige las relaciones internas en el mundo animal, al que nosotros pertenecemos. Los políticos catalanes, que, sin sorpresa para nosotros, se identifican con su nación («Cataluña necesita esto o lo otro»), advirtiendo que los que están con su discurso son amigos, y quienes no, enemigos de Cataluña, como se hace en las dictaduras, esos políticos reclaman no más poder, sino todo el poder, sin detenerse a pensar que el territorio y el poder tienen sus límites -acaban donde comienzan los más próximos-. Cuando se cruzan las señas de identidad etnolingüística con las de una sociedad democrática -sobre todo en regiones de un altísimo hibridismo como Cataluña-, se suele acabar a mordiscos, como ocurre entre algunas especies, o a palo limpio.