De fiesta en fiesta. De la del día 9, a la del 12. La historia del segundo festivo es, como mínimo, llamativa. Del muy políticamente incorrecto día de la raza, se pasó a considerarlo día de la hispanidad, y ahora parece que simplemente se enuncia como fiesta nacional. Bien pensado, la fiesta nacional debiera ser la del 6 de diciembre, máxime cuando en pocas cosas hay tanto consenso como en torno al provecho que hemos obtenido de la Constitución del 78. A lo mejor se podría transformar la del 12 de octubre en día de la comunidad iberoamericana, por aquello de evocar los lazos indiscutibles que suponen el idioma común -un capital enorme, sin duda- y una tradición cultural e histórica en buena medida compartida (lo que quiere decir que incluye agravios mutuos).

Pero la cuestión, hoy, es otra. Ya sé que necesitamos fiestas. No seré yo el que niegue su razón de ser, máxime si se celebran -como la del día 9- con la inauguración de una indiscutible maravilla arquitectónica, que va a llevar el nombre de Valencia al mundo, una opción de gasto público que cuenta con buenos argumentos. Aunque, personalmente, preferiría priorizar otras cosas menos espectaculares, como centros de salud especializados en asistencia a enfermos crónicos que sólo cuentan con sus familias, o dotaciones materiales y personales para que los hijos de todos reciban la educación propia de un país tan avanzado.

El caso es que todos estos fastos del 9 y del 12 de octubre me parecen este año más vacíos. No creo que andemos muy sobrados de razones para celebrar una exaltación de lo que supuestamente es lo nuestro, una fiesta que no es de todos, porque convive con el test del algodón que nos muestra estos días cuál es nuestro compromiso real con los otros, los que vienen y son de fuera, sudamericanos, negros africanos, moros. Ya sé que no podemos asumir el papel de redentores del mundo y de todos sus desastres, pero no creo que debamos -ni podamos- permitirnos el lujo de mirarlos como algo ajeno mientras celebramos que aquí todo va bien. Y menos aún si esa fiesta -como parece que sucederá el próximo día 12- se convierte en ocasión para rancias reivindicaciones de corte fascista que amenazan recorrer una vez más las calles de Valencia, buscando sin duda la notoriedad a base de la provocación y el esperpento, con eslogan como Sentirse orgulloso de ser español. Se comprende la lógica preocupación de los vecinos que van a asistir otro año a este desfile de émulos de lo peor que el taquillero Torrente puede significar.

Debe quedar sentido común en alguna parte. Para entender que no nos es ajena la infamia y la vergüenza de lo que hemos visto en Melilla y en Marruecos esta semana. Esas caravanas de esclavos deportados, ese trato a seres humanos como si fueran basura radioactiva, no es cosa de ellos sólo, quiero decir, de las autoridades marroquíes y -una vez más la cantinela- de quienes se aprovechan de los inmigrantes. Los jirones en las vallas, o los testimonios de frustración de quienes ven cómo acaban sus viajes de dos y cuatro años, su rabia y su desesperación, no son una cuestión de piedad, de lástima. Son un clamor de injusticia. Frente al que uno no puede sentirse orgulloso de nada que no sea concretar en hechos el reconocimiento de que somos todos de la misma raza.

Ya está bien de decir y pensar que no hay solución, que los que mandan no quieren o no pueden cambiar este desorden. Lo que hacemos -y lo que dejamos de hacer- cada uno de nosotros cambia el mundo, a mejor o a peor, porque dejarlo como está ya es mantener lo peor. Y porque cambiar la suerte de un ser humano es cambiar la del mundo. Hay quien lo hace: médicos, periodistas, maestros, enfermeros, gente como nosotros, a los que hemos visto estos días en televisión y muchos a los que no vemos. Empecemos aquí. Por ejemplo, no aceptemos mensajes que justifican que otros seres humanos son menos seres humanos, porque se les mide sólo en términos de utilidad, como a los inmigrantes. No aceptemos ese cáncer moral y social. Para poder sentirnos orgullosos de algo.