Siempre me ha gustado saber qué es lo que pasaría por la cabeza de los grandes arquitectos de todas las épocas, al ver que, lo que una vez soñaron e imaginaron, se hizo realidad tangible y duradera hasta nuestros días a través de los siglos. Siempre me dio envidia no haber podido asistir a la construcción de las pirámides, de las catedrales de Burgos y León o de la Alhambra de Granada y poder ver el rostro de los arquitectos que ven que sus bocetos, soñados en papel, están siendo paseados, ahora, por seres humanos. Tal vez asistir al proceso de ejecución de una obra de estas envergaduras, técnicas y culturales, para poder decir aquello tan sufrido de: «yo estuve allí»? Y mira por dónde, casi sin darme cuenta y en mi propia ciudad, he asistido a la construcción de la décima maravilla del mundo, sin ninguna duda. Nada que ver con lo que los ojos humanos hayan visto hasta hoy. Ni como elemento aislado, ni como parte integrante del conjunto arquitectónico más representativo del siglo XXI en la vieja Europa.

El Palau de les Arts, irreverente con la gravedad y desmitificador de la existencia de materiales fríos y rígidos, se recrea desde el viejo lecho del anciano Turia, como arrogante mascarón de proa del tremendo buque insignia que es la Ciudad de las Artes y las Ciencias con l´Hemisfèric, el Museo Príncipe Felipe y l´Oceanogràfic.

Esta imponente obra es otra vuelta de tuerca para el orgullo de ser valenciano porque no es que esté en Valencia, es que, además, lo ha hecho un valenciano impulsado por sucesivos gobiernos autónomos que, independientemente de su color político, tuvieron la suficiente amplitud de miras para entender que Valencia, olvidada una y mil veces, debía ser conocida, además, por la obra revolucionaria del mago de los volúmenes y su constante búsqueda del desafío permanente al equilibrio: Santiago Calatrava, el heredero valenciano de Gaudí.

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