Acaba el año con la corrupción urbanística convertida en estrella mediática, después de tanto silencio; utilizada como arma arrojadiza en la lucha partidaria, con mucho ruido, pero con escasa reflexión sobre los motivos que la impulsan. La premura de los comentarios periodísticos no ha impedido que voces interesadas arrimen el ascua a su sardina reclamando la recentralización de las competencias urbanísticas, hoy en manos de los ayuntamientos, con el argumento de una supuesta mayor impermeabilidad de la Administración estatal o autonómica a la corrupción. Un planteamiento que no entra en el fondo de la cuestión: ¿cuáles son los motivos de la epidemia de corrupción urbanística que se extiende (casi) por doquier? Sin una reflexión sobre sus causas mal podremos proponer medidas, salvo que se trate de aprovechar el río revuelto para conseguir otro tipo de objetivos.

La corrupción urbanística está vinculada al hecho de que las decisiones de la Administración en esa materia generan inmensas plusvalías. Como por arte de magia, o cual milagro multiplicador de panes y peces, un acuerdo municipal que recalifique unos terrenos supone instantáneamente un aumento de su valor que desborda los márgenes de beneficio de cualquiera otra actividad o negocio. No hace falta invertir, ni producir nada; una simple decisión administrativa milagrosamente multiplica el precio del suelo. Y entonces, ¿por qué estas plusvalías que asombrosamente crea la Administración no son incorporadas a su patrimonio, máxime si estamos hablando de una Administración democrática que, como nos recuerda Hacienda cuando de cobrar se trata, somos todos?, ¿por qué se regalan a unos particulares que nada han hecho para apropiárselas? Ésta es la clave de la corrupción urbanística, su última ratio: una decisión de un organismo público hace que el precio de suelo multiplique su valor instantáneamente. Como cínicamente decía hace poco un concejal de Urbanismo pillado in fraganti en un pueblo de la Comunidad de Madrid, su voto no iba a ser gratuito, y añadía con total desparpajo, que si hay regalos para unos agentes urbanos -que nada han hecho para merecerlo-, él también quería participar.

El urbanismo moderno, el de la sociedad industrial, el único que tenemos y conocemos, se construye con el objetivo central de mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos, dotándolos de equipamientos, de las infraestructuras que mejoran el hábitat urbano. Eso justifica que la Administración intervenga y regule un sector económico del volumen y la fuerza de la construcción -pese a las reticencias y resistencias que ya en el siglo XIX se oponen-. Pero en el último cuarto del siglo XX estos principios fundacionales se han alterado, se han corrompido: el urbanismo deja de ser fundamentalmente un servicio guiado por el interés de los ciudadanos para transformarse en una potente herramienta al servicio del sector inmobiliario, su desarrollo, crecimiento y enriquecimiento. Si no entendemos este cambio, estaremos condenados a pensar que la corrupción urbanística, como patología social, es resoluble exclusivamente en términos de represión penal. Mientras el urbanismo sea conceptuado y gestionado como una máquina de enriquecimiento, de fomento económico, existirá la corrupción urbanística, porque ese negocio inmobiliario, a diferencia de otros, requiere la intervención de los poderes públicos, o los solares seguirían siendo campos o montes.

La corrupción urbanística no acabará mientras la práctica del urbanismo no recupere lo que fueron sus objetivos fundacionales, hoy abandonados. Los planes han dejado de preocuparse por la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos (¿quién se atreve a plantear hoy una intervención para hacer la ciudad más amable, más acogedora, más vivible?), y han sustituido estos objetivos que fueron los que dieron sentido y vida al urbanismo por otros: por la competitividad, la captación de inversiones, el marketing urbano? El análisis de lo que los anglos llaman key words (palabras claves) en los planes e intervenciones urbanísticas contemporáneos lo confirman plenamente.

Júntense las dos razones expuestas: un urbanismo que ha abandonado sus objetivos, su razón de ser, para ponerse al servicio del sector inmobiliario (el urbanismo a la carta preconizado en la LRAU), y la ausencia de mecanismos que permitan que las plusvalías generadas por las decisiones urbanísticas queden en manos de quien las toma, y la corrupción está servida. Pero no se hable de corrupción urbanística, ni se presente como un problema que deba ser combatido exclusivamente por vía de la represión penal. Estamos ante un proceso de perversión del urbanismo, una evolución que inevitablemente nos aboca a la corrupción inmobiliaria. La corrupción urbanística no es más que la consecuencia de la corrupción del urbanismo.

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* Arquitecto, profesor de urbanismo de la Universidad Politécnica de Valencia.