El maestro García Candau pidió en carta abierta a mi amigo Vicente Aleixandre que el presidente del Valencia, Juan Soler, saque del espacio que hay debajo del bolsillo donde se deja la chequera, la grandeza de corazón necesaria para ofrecer paz a Albelda (ya que no puede ofrecerse perdón a quien no ha ofendido).

Siempre he dicho que el fútbol y sus clubs funcionan como un modelo a escala de la sociedad y sus órganos. Sólo cambia el hecho de que el partido es el juego en el fútbol y los partidos son los jugadores en la política. Minucias terminológicas. Ni transformados en mercantiles y responsables, en teoría, ante el accionariado, los clubes de fútbol dejan de cumplir un principio inapelable. Una vez convertido en actor de peso del juego social, da lo mismo que seas partido, magistrado del Supremo o Iglesia: te conviertes en un animal de culo gordo que siempre rompe alguna porcelana al desplazarse, en una pieza del encaje geológico de complicidades que sólo se mueve muy lentamente y causando alguna desgracia a su alrededor.

Al Levante se le ha aparecido Rita Barberá vestida de Cheperudeta o de Santa Bárbara, aprovechando que en el club granota todo son rayos y truenos, mientras que el escaso interés por las plusvalías urbanísticas que el viejo Mestalla ofrece abierto en canal, se compensa con un hotelito de veinte plantas para que Soler pueda ofrecerle una dote de relumbrón a ese pretendiente que le ha salido, el chico de la Telefónica. No puedo contar las veces que los clubes han aplazado los pagos a la Seguridad Social y hasta a Hacienda sin que les partieran el espinazo: eso no lo consiguió ni Al Capone. Ahora el zar de la Federación Española de Fútbol, Ángel María Villar, se propone celebrar elecciones (sin oponente) cuando a él le parezca bien y no cuando dice la ley del Estado. Y lo hará. No tiene divisiones -¿Cuantas divisiones tiene el Papa?, preguntaba el borrico de Stalin-, pero tiene estadios.

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