Trasvase de apoyos PSOE-PP y voto joven. Camps ancla el análisis de su nuevo éxito en esas constantes, que apuntaron ya en las autonómicas. Y enseguida, extrae su credo más regionalista para fustigar al adversario. Atribuye el fracaso de los socialistas valencianos al «pilotaje centralista» del PSOE y de Zapatero, que han enviado a personas «que nada tienen que ver con los valencianos». Además, asegura Camps, el excelente resultado avala las reivindicaciones que mantiene el Consell: agua, infraestructuras, seguridad y financiación.

Este último guión le ha ido muy bien al PP, pero puede que no resista toda la legislatura. En cambio, el de la pulsión patriótica es firme. Hubo un momento en que se extravió en los límites y tuvo que reconducirlo a posiciones más sosegadas. Pero ha encontrado el justo punto de ebullición para no alarmar a su partido en Madrid, y esa seguridad le convoca a explotarlo con imperturbable asiduidad. Camps aspiró también la línea de grandes acontecimientos y enormes coliseos del ocio y del espectáculo que desarrolló Zaplana y sólo tuvo que llevarla hasta sus últimas consecuencias. Poco importa el dinero público: su tesis es que Valencia y su economía se benefician a corto y medio plazo y como la ecuación entre la proyección de la ciudad y los euros gastados tiene una raíz política, el cálculo sobre el derroche constituye un intangible.

Es la fórmula ganadora del PP. Reivindicación, patria y espectáculo. Sin embargo, esa superestructura virtual -digámoslo así- se apoya en un caldo social favorable y en un tejido industrial compuesto por miles y miles de pequeñas empresas con pocos trabajadores que suelen gravitar sobre opciones conservadoras. El mito del centro-izquierda valenciano, al que algunos se aferran todavía desde aquellas mayorías lermistas, es un dinosaurio utópico. A golpe de urna lo viene verificando el PP. Y las cifras son las cifras.