Existen algunos renglones de la gestión pública que los gobiernos prefieren olvidar a la hora de afrontar reformas anticrisis. Son impopulares, afectan a la siempre sufrida clase media —en ocasiones, pocas, también a los más pudientes y poderosos— y requieren una fuerza de ánimo político que muy pocos líderes poseen: la conservación del poder es lo primero... Atravesamos una crisis grave y todavía están pensando en la naturaleza de las reformas necesarias para evadirnos de ella. Como recomendaría un psicólogo, lo primero es mirarse al espejo y decirse a sí mismos, pero sobre todo al expectante pueblo soberano, la verdad de lo que allí se está viendo, es decir, una España que ya no es una nación rica y unos españoles, por tanto, que también hemos dejado de serlo, si es que alguna vez lo fuimos en los tiempos en los que superábamos el PIB de Italia, rozábamos el de Francia, la Comunitat Valenciana era el epicentro de Europa y Valencia la envidia de las ciudades del mundo. Sí, éramos la repera, muchos se lo llegaron a creer y algunos listos se beneficiaron a manos llenas de todo aquello.

Pero lo cierto es que todo aquello acabó hace dos años y ha llegado el momento de reaccionar porque no podemos esperar otros dos años. Ahora, España y los españoles se encuentran a la cola de Europa. Producimos menos y más caro que nuestros competidores, tenemos más parados que el resto, consumimos menos que ellos y el Estado y las autonomías —especialmente, sí, la valenciana— cuentan con unos niveles de deuda y déficit públicos en el umbral de la alarma social. Hemos vuelto a la espiral maldita que abandonamos a mediados de los noventa: no consumimos, por tanto no producimos, por tanto hay menos trabajo, por tanto más paro y por tanto se reduce el nivel de consumo... así hasta el infinito (y cualquier día de éstos la inflación dará señales de vida y entonces veremos lo que es bueno).

Así que o los gobiernos le echan decisión a la tarea de sanear el tejido económico, o estamos perdidos, condenados a vagar por la crisis (paro, pérdida de poder adquisitivo, más recortes sociales, etc.) durante lustros. Echarle decisión significa tomar decisiones impopulares, apretar algo a los que tienen mucho, rascar el bolsillo de todos, cortar la espiral de gasto... Son medidas ya inventadas, vienen en los manuales, no siempre son justas y los gobiernos son reacios a aplicarlas porque temen consecuencias electorales. De momento, el Gobierno central ha movido ficha subiendo los impuestos, con una previsible división de opiniones y un más que discutible reparto (una vez más, como siempre, serán la clase media y los asalariados quienes saquen al Estado de sus miserias). Pero se ha movido, al fin y al cabo. Mientras, en Valencia, Rita ahorra en sellos, bombillas y dietas y la Generalitat permanece concentrada en sus escándalos.

Así que mientras el G-20 se ocupa en Pittsburgh de la superestructura global, los gobiernos nacionales y regionales cuentan con suficiente margen para ir abonando el terreno. Poniendo punto final a fastos y gastos untuosos e invirtiendo sólo en lo estrictamente útil. Es el momento de acabar con el dispendio en la televisión pública, con los organismos superfluos (por ejemplo, ese artefacto universitario llamado VIU), con las fundaciones inútiles, algunas empresas y entidades públicas.

Del mismo modo, es hora de abordar la congelación de sueldos de altos cargos y funcionarios, aunque los expertos consideran más eficiente para el sector público introducir criterios de productividad en las administraciones. Lo que sea, pero acabemos con el crecimiento de plantilla de la Generalitat de hasta un veinte por cien en apenas un quinquenio.

Y si no somos ricos, tampoco podremos tener una sanidad de ricos, tremenda decepción, pero tal vez necesaria (los ricos de verdad nunca han necesitado, ni necesitarán, la Seguridad Social). A lo mejor, como en los países del resto de Europa, hay que introducir el copago de determinados servicios sanitarios, o limitar el turismo sanitario procedente de nuestros socios de la UE. Y bien, afrontemos la reforma laboral (esto es cosa de Madrid), abaratamiento del despido incluido, que parece ser el quid de la reforma que todos, menos nuestros abotargados sindicatos, plantean al Gobierno.

El toro por los cuernos: todo es cuestión de echar cuentas, fijar un modelo, negociar y pedir contrapartidas a los empresarios. Hay que meter mano al sistema y aguantar la marea... y para eso hacen falta unos atributos de los que ni el Gobierno ni la oposición, ambos de ambos colores, parecen estar dotados. En fin, el campo de actuación es inmenso, todo es cosa de empezar, aunque en Valencia parece que nadie se mueve, ni palante ni patrás.