Desde hace algo más de medio año, la rutina organizativa del curso académico en muchos centros de la Universitat de València ha dado paso a la vorágine de la implantación de las nuevas titulaciones adaptadas al Espacio Europeo de Educación Superior (EEES), los nuevos grados al estilo de Bolonia. Es probable que, para una gran parte de la sociedad, el cambio esté pasando desapercibido, una vez desaparecidas las protestas de hace un año. Para nosotros, los miembros de la comunidad universitaria, esta está siendo una etapa para la historia, una reforma que difícilmente olvidaremos por los grandes retos y, también, las grandes dificultades que entraña.

Para la elaboración de las propuestas de planes de estudios, las universidades contaron con una cierta orientación sobre cómo debían hacerse las cosas, insuficiente, pensamos los que nos vimos involucrados en ello. Pero una vez superada la primera prueba, con los títulos «verificados» por la Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación, la Aneca, y autorizados por los gobiernos nacional y autonómico, la implantación hay que inventársela. Y en ello estamos.

Estamos utilizando la experiencia de muchos años de proyectos de innovación educativa, siete ya en mi centro, y aplicando aquellas estrategias que se han mostrado eficaces para conseguir un objetivo: una mayor implicación del estudiante en su propio proceso de aprendizaje que le permita desarrollar una serie de competencias complementarias a la adquisición de conocimientos. Porque ese es el objetivo. La adaptación al EEES no implica unas directrices únicas y preestablecidas sobre cómo hay que hacer las cosas, no da instrucciones sobre qué formato de clase hemos de erradicar o imponer. Reta a conseguir un objetivo de formación integral y nosotros hemos de decidir cómo queremos, y podemos, hacerlo.

Por ello, la implantación de los nuevos grados en una universidad tan diversa como la Universitat de València, con ya 22 nuevas titulaciones en marcha y hasta casi 60 a implantar el próximo curso, en todas las ramas del conocimiento, con dificultades económicas evidentes, y con números de estudiantes y condiciones muy variables en diferentes centros, no es, no puede ser, un proceso fácil. Hemos de adaptar las propuestas de implantación a las circunstancias específicas de cada centro y de cada titulación, hemos de evaluar la validez formativa de todas y cada una de las estrategias docentes y dimensionar su uso para maximizar la calidad del resultado.

Hay que sacarle todo el partido a una excelente clase magistral, a una conferencia o a un seminario en un grupo del tamaño que sea, da igual, mientras se oigan y se vean perfectamente los recursos audiovisuales y la persona que la imparte. Y complementar esa actividad con distintos tipos de prácticas y acciones tutoriales perfectamente planificadas, en grupos pequeños, lo más pequeños posible ahora, para que el profesorado pueda realmente asumir la evaluación de competencias, el punto crítico que requiere pocos estudiantes. Y ser imaginativos y coordinar esfuerzos para abordar el desarrollo de competencias transversales con un esfuerzo proporcionado, mediante actividades interdisciplinares perfectamente integradas en todas las materias que se cursan simultáneamente.

Todo ello requiere un importante esfuerzo de preparación y coordinación del profesorado, antes y después de la actividad presencial, y de personas que dedican un gran esfuerzo a que todo encaje, y todo eso es también actividad docente. Y funciona. Desde el ojo del huracán, la implantación no solo no se ve imposible, sino que además se ve perfectamente qué necesitamos para que la reforma de nuestro sistema de educación superior pueda ser un éxito.

vicedecana de estudios de la facultat de ciències biològiques. universitat de valència