Decir Estado del Bienestar hoy equivale a decir Estado autonómico. La mayoría de las prestaciones a las que la sociedad no está dispuesta a renunciar depende de los gobiernos regionales. De cada cien euros públicos en España, sesenta son para pensiones, desempleo, sanidad y educación. De estos sesenta euros, casi la mitad la ponen íntegramente las comunidades. Los gastos aumentan sin límite y los ingresos, esclavos con el nuevo sistema de financiación de impuestos muy vinculados a la buena marcha de la economía, decrecen de forma espectacular. La crisis, que todo lo pone a prueba, amenaza las costuras de ese Estado del Bienestar y, por ende, del modelo territorial español.

Sanear las cuentas es vital para impulsar la recuperación económica, afirma la vicepresidenta Elena Salgado. Para demostrar a los mercados internacionales que esto no es Grecia, pretende ahorrar 50.000 millones de euros. El Gobierno es prisionero en este objetivo de las comunidades, que copan el grueso del gasto: el 36% autonómico frente al 22% estatal (el resto corresponde a la Seguridad Social y, la porción menor, a los ayuntamientos). Las autonomías manejan, en proporción, más dinero que los länder alemanes, ansiado paraíso de los federalistas. Autonomías y ayuntamientos atesoran en su mano cuatro de cada cinco empleos públicos. Muchos bailan de una administración a otra. Lo malo es que por cada uno que les transfirió el Estado, las regiones crearon dos.

Lo que tres décadas de vertiginosa descentralización demuestran, y la crisis más grave jamás vivida deja al desnudo, es que al Estado apenas le queda capacidad para imponer su voluntad a las autonomías y que las autonomías son cada vez menos corresponsables. Miran para sí. Prima el egoísmo.

Todas son conscientes del problema económico pero todas, empezando por la Comunitat Valenciana, ven la paja en el ojo ajeno: exigen que el recorte lo ejecuten los demás. En otoño se pactó elaborar los presupuestos de este año con un déficit máximo del 2,5%. Tres meses después, cinco regiones dinamitaron tan panchas el acuerdo. Pese a perder casi 13.000 millones en ingresos, las autonomías mantienen sus gastos corrientes. Han cuadrado las cuentas a costa de sacrificar inversiones, lo único productivo. Y hay moscas que no espantan: por cada organismo público que disolvió el Gobierno central, las autonomías crearon siete.

La gran paradoja es que para alimentar esta caldera, el Estado, aún gastando menos, tiene que soportar una abrumadora carga: 438.000 millones de emprésitos y 23.000 millones de euros de intereses cada año. La deuda de las autonomías, con ser gruesa, no pasa de 86.000 millones. El Estado recauda, las autonomías funden. Lo que no llega por vía ordinaria se alcanza por las presiones. El Estado es cómplice de permitirlo.

El dinero es finito. No puede haber un AVE a cada esquina ni un campus en cada comarca. España tiene tantas universidades públicas como Francia y Alemania y bastante menos población. Ángel de la Fuente, investigador del Instituto de Análisis Económico, alerta de que la transferencia de recursos es un regalo sin coste político alguno para los gobiernos regionales. Quien sube impuestos es la Administración central. El Estado actúa de cobrador del frac. Las autonomías, de hijo tarambana que ni estudia ni trabaja pero invita a otra ronda. Es una espiral sin fin. Las autonomías usan su margen legal para bajar impuestos, nunca para lo impopular: subirlos. Da más rédito vociferar y chupar los cuartos a otro. Puro ilusionismo. Todo sale del mismo bolsillo, el de los contribuyentes.

Las pensiones son una excepción y están al margen de estos avatares. Un modelo similar, independiente de coyunturas, que ahorre en bonanza para cuando haya agujeros, es el que propone el economista De la Fuente para la sanidad y la educación. Un fondo especial, como la hucha de la Seguridad Social, para que el sostenimiento de los servicios básicos no esté al albur de las fluctuaciones. Sea éste u otro el camino, esa es la cuestión. El caso es abordarla, reflexionarla y discutirla. No comprar tiempo para no resolver nada y huir hacia adelante, vieja táctica a la que son tan adictos en los días negros los malos gobernantes.

El historiador Tito Livio escribió de los romanos de su tiempo que «no podían soportar sus vicios ni tampoco los remedios». No podemos ser conscientes de los problemas y negar las soluciones. En el estado medieval, el poder complacía a Dios. En el Estado moderno, a la ley. En la España actual, no debe sólo servir al capricho autonómico. Necesitamos gastar menos, tener un Estado fuerte y unas autonomías sensatas y solidarias. Sólo así algo tan valioso como las conquistas sociales resistirán el vendaval.