Crear más empleo es la única base estable para sostener el actual nivel de bienestar social y para que el Estado recupere su equilibrio fiscal mediante la obtención de mayores ingresos. Hacerlo de forma rápida depende de cambios en el mercado de trabajo y de medidas de apoyo a los emprendedores, de las que apenas se habla. Esos emprendedores, por cierto, son pequeños y medianos empresarios pegados al terreno a los que hay que mimar como a un tesoro y cuyas circunstancias poco tienen que ver con las de las grandes compañías. El crédito económico no se logra con pláticas o súplicas. Empezará a reconquistarse cuando se encare una reforma laboral sin componendas o se destierre la baja productividad, el mal endémico de la economía española.

La economía española lleva camino de convertirse en la más diagnosticada de Europa. Informes, análisis, estudios, pronósticos, globos sondas y propuestas se suceden cada día, ya sea proponiendo copiar el modelo alemán de reparto del trabajo, la indemnización por despido de Austria, la reforma administrativa finlandesa o el sistema de «flexiseguridad» de Dinamarca. Enredar las cosas sólo puede retrasar la reconstrucción. Lo que hace falta es actuar cuanto antes.

Regodearse en lo que pasó, en cómo hemos llegado a este deterioro, es fútil. Los males son de sobra conocidos. Lo único que cabe anhelar es que el espíritu para encararlos con determinación y energía no decaiga. Se puede seguir buscando inspiración fuera, en los múltiples modelos de nuestros vecinos. Se pueden seguir coleccionado dictámenes de expertos. Pero hay objetivos prioritarios y evidentes, que no requieren de más vueltas, sin los cuales nada empezará a mejorar: la salida de la crisis exige crear empleo a toda velocidad y ser por fin más competitivos.

El paro registrado descendió en España en 76.223 personas, un 1,84%. Fue el mejor mayo desde 2005. Nada comparado con los 2,38 millones de puestos de trabajo que desaparecieron de un plumazo estos dos años. Aun suponiendo que la economía recobre el ritmo de los tiempos dorados transcurrirá una década hasta rebajar la lista de parados al nivel que tenía cuando comenzaron las turbulencias. La salud social de este país no se puede permitir un periodo de estancamiento tan prolongado.

La reforma laboral no consiste en minar o recortar derechos de los trabajadores sino precisamente en facilitar la creación de empleo. Centrarlo todo en el coste del despido es desvirtuar el debate. El sociólogo catalán Manuel Castells aboga por tomar rumbos inéditos, como el de la flexibilidad máxima: jubilaciones o contratos variables, en función del tamaño de las empresas, que les den algún margen de maniobra en la gestión de personal en momentos de asfixia.

No posee igual potencial para sortear las dificultades una multinacional que un pequeño taller, al que las rigideces pueden abocar al cierre. Y no hay que olvidar que la inmensa mayoría de las empresas españolas tiene menos de diez trabajadores. La misma argumentación vale para los salarios, esclavos de la negociación colectiva y no de la productividad, o para la protección al desempleo. No es racional que crezcan en idéntica proporción los sueldos en una empresa puntera de empleados capaces que los de aquella que entra en pérdidas debido a la baja eficiencia de sus trabajadores. Ni es admisible que el subsidio de desempleo se conciba como una soldada de subsistencia, sin complemento alguno de políticas para conseguir de súbito una nueva ocupación. En EE UU, hoy, estar seis meses en el paro es una tragedia. ¿Cómo no conmoverse con los 1,7 millones de parados españoles de larga duración? Cualquier reforma laboral que eluda ambas cuestiones será frustrante y poco seria.

Para dar un vuelco no hace falta invocar demiurgos ni buscar una mágica industria de la innovación. «Innovación es nuestra propia capacidad para imaginar y emprender», asegura María Garaña, presidenta en España de la mayor compañía informática del mundo. Mucha imaginación y creatividad hacen falta para recomponer con nuevo sentido las piezas de este jarrón hecho añicos. Las dificultades colosales se superan con audacia. Se trata, sencillamente, de tejer los mimbres para ofrecer bienes o servicios de más calidad y a menor precio. Lo repiten muchos empresarios: el único secreto para emprender es ver qué hacen los demás y mejorarlo. Esa es la gran asignatura pendiente de la economía nacional.

Los sindicatos tienen ante sí una responsabilidad enorme: contribuir con sensatez y templanza a cimentar la prosperidad de mañana. El dilema, plantarse para salvar intereses de gremio o sacrificarse para rescatar un país. La amenaza, la resistencia no conducen a ningún lado.

Como las réplicas secundan al terremoto, históricamente a cada crisis la han seguido cambios, asumidos unas veces por balsámico consenso o impuestos otras a la fuerza por la rotunda tozudez de los hechos. Retardarlos en esta depresión, más profunda que cualquier otra conocida y que no parece tocar fondo, alarga innecesariamente el funeral y nos abona a la anemia.