La última supernova que explotó en nuestra galaxia se observó hace más de 400 años. Eran los tiempos de Kepler y Galileo. Ellos y sus coetáneos pudieron disfrutar de un espectáculo que no se ha vuelto a repetir: ver a simple vista una nueva estrella en el firmamento. Muy pocos años antes, en 1572, el astrónomo valenciano Jerónimo Muñoz pudo observar otra. Importantes astrónomos de la época, como el danés Tycho Brahe, la estudiaron con detalle. Según explica Víctor Navarro, catedrático de Historia de la Ciencia de la Universitat de València, Muñoz fue informado por unos pastores y calcineros de Torrent. Éstos, acostumbrados a trabajar de noche y observar la bóveda celeste e identificar, con ojos ejercitados, el patrón de W que forma la constelación de Casiopea, se sorprendieron al observar un intruso celeste en esa conocida región del cielo. Convencidos de que esa estrella no había estado allí con anterioridad, alertaron de su presencia al catedrático de hebreo, matemáticas y astronomía del Estudi General, Jerónimo Muñoz. Tal fue la conmoción, que el propio rey Felipe II encargó a Muñoz un estudio sobre la nueva estrella. Muñoz llevó a cabo observaciones sistemáticas y escribió, en pocos meses, un tratado que tituló: «Libro del Nuevo Cometa». Brahe, en cambio, la consideró una nueva estrella, pero alabó las observaciones de Muñoz. Seguramente, el propio Muñoz dudaba de que realmente se tratara de un cometa ya que podemos leer en su texto «en ningún autor hallo cometa semejante a éste, el cual más me parece estrella que cometa». Además, la nueva estrella claramente ponía en entredicho la concepción aristotélica de la naturaleza incorruptible del cielo, aceptada durante siglos.

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