El otro día fui a Sueca, a las escuelas Carrasquer, un precioso edificio con columnas jónicas, rodeado de jardín, donde estudiaron mi madre y dos de mis sobrinos. Tenía que incitar a los chavales de diez a doce años a leer periódicos para que puedan acabar leyéndolos de la única forma que parece provechosa: con prevención y ánimo selectivo, buscando saber y no la confirmación de lo que se cree conocer. Primera conclusión: por el tamaño de su curiosidad, estos niños no son responsables de la decadencia educativa, de nuestra incapacidad para articular algo parecido a una escuela moderna y exigente, eso habría que cargarlo más bien en la cuenta de políticos obsecuentes y de padres malcriados y malcriadores.

Esa escuela, sin embargo, se cae, el otro día se desplomó una de las volutas de sus grandes columnas en horario escolar y se han precipitado dos niños por el agujero de una escalera. Incluso los barracones construidos como solución provisional ya parecen más viejos que la preciosa casona con más de ochenta años y los achaques propios de la edad: retretes atascados, cables eléctricos con aislante de algodón, goteras… el remozamiento de la escuela ha sido exigido en manifestaciones y escritos, instancias del Ayuntamiento y hasta encierros en la propia escuela. Sin resultados: por lo visto, Carrasquer no entra en el balance —triunfal, según costumbre— de nuestro amado líder sobre las grandiosas y generales inversiones acometidas en las escuelas. Si el sobrecoste escandaloso no fuese constatable en la mayoría de estas intervenciones, quizás salieran más aulas por el mismo dinero. Es sólo una idea.

Regreso luego a mis dominios en Benimaclet y recuerdo que el colegio de los dos chicos de la casa —el Carles Salvador— padece barracones desde que ellos salieron de preescolar (ahora son adolescentes). La diputada socialista Ana Noguera ha dicho que hay más de mil barracones a lo largo de este reino de la chapuza, es decir que hemos pasado del estilo jónico al gulag. Enhorabuena.