Los hombres del futuro recordarán un tiempo, que quizás sea éste, en el que los más completos mensajes informativos se obtenían en las secciones de humor gráfico y en ciertos programas distraídos. Aunque toda información implica desinformación, la tarea del periodista sigue siendo la de distinguir, a tientas, cargando la tarea sobre sus pobres espaldas, una de otra. Por supuesto que el periodista inteligente está especialmente dotado para desinformar, si es su deseo, pero entonces ya no será periodista, sino as de bastos, colchonero o estafador. O embajador de Israel. Lo digo por Tommaso Debenedetti, autor de entrevistas apócrifas con maestros de la ficción como Philip Roth y John Le Carré y buen y modesto fabulador él mismo, pues tenía la humildad de publicar sus patrañas en pequeños diarios italianos donde le pagaban mal (tenía otro sueldo), pero donde tardarían más en descubrirle. Tampoco eso está claro: The New York Times tardó años en descubrir que Jayson Blair, el negrito de la sonrisa demasiado obsequiosa para ser de un periodista, entrevistaba a las familias de los caídos en Iraq sin salir de su hotel y mientras se ponía ciego de coca. Los controles de calidad, la confirmación de los datos, la doble fuente y el resto de cauciones tradicionales han sido sometidos a la erosión de la productividad, los bajos salarios y la necesidad de espectáculo. Parece que el sentido profiláctico se nos agota en la recomendación del condón.

A lo que iba: algo debemos haber hecho mal los de mi generación que alcanzamos la primera madurez en los ochenta, que es cuando se origina esta deriva. Los príncipes del periodismo de aquí y de allá cedieron muy rápidamente al espíritu de camisola (facción o trinchera), a la amistad y cercanía de los poderosos y a los comisariados. Hubo muchos síntomas premonitorios pero ninguno tan claro como Michael Moore: puesto que el discurso periodístico sobre la realidad fabulaba mucho más de lo necesario, el territorio de la fábula, la gran pantalla, acogió los reportajes. Necesitamos relatos verdaderos aunque sean imaginados.