Se dibuja un diseño y después las piezas van acoplando una tras otra con docilidad. El gobernador del Banco de España, Fernández Ordoñez, junto a los otros dos jinetes del apocalipsis, Zapatero y Rajoy, decidieron el reparto de España sobre dos polos geográficos: Barcelona y Madrid. Es todavía un escenario abierto, al que las cajas de ahorro van adaptándose con precisión suiza. Bancaja se ha sumado al eje de Madrid. La herencia sucursalista valenciana se ha renovado y su vocación delegada se ha mantenido firme. El resto de entidades financieras se balancearán entre esos dos ejes. Diseñado el guión por el trío Zapatero/Rajoy/Ordoñez, los actores van interpretando su papel.

El modelo era, además, de obligado cumplimiento. Bajo el telón de fondo de la crisis devastadora, que ha servido como argumentario, se imponía la fuerza bruta. Las presiones de la institución reguladora se se han cruzado con las amenazas. Algún día, José Luis Olivas, podrá narrar cómo se las gastan en las alturas financieras madrileñas. Las cifras son el disfraz de la política descarnada.

Por otro lado, el material con el que está forjada Valencia es de sobra conocido. Un comunicado aislado de la CEV de José Vicente González, cuando la fusión con Caja Madrid estaba resuelta, condenaba la alianza. El lamento estéril se compadecía con su intemporalidad. Un ejercicio de melancolía. La sociedad valenciana, no nos engañemos, se retrata más en las palabras del nuevo presidente de la Cámara, José Vicente Morata: no importa perder poder financiero, lo importante es que fluyan los créditos. Así es. No importa el futuro, sino el presente. El patio de mi casa, no el patio vecinal. El comercio de aquí, desde los fenicios, no ha tenido otra máxima: comprar, vender, salvarse uno y que se las apañen los demás. Los centros de poder y sus potenciales proyecciones son cosas alambicadas propias de los estudiosos de Harvard o de los retratos en sepia de la decimonónica metrópolis londinense. El empresariado valenciano sufre aún la herencia de su pasado agrícola. El zoco a la vera del Mercado Central y las arrobas del naranjal. Ernest Lluch, que había discutido muchísimo sobre la industrialización valenciana, reconocía su «fracaso» en sus últimos días: la transformación fabril no había calado en la mentalidad agrarista. Aquí los empresarios han levantado fábricas pero su alma seguía en el huerto.

La burguesía valenciana es inane. No le importa la disipación del sistema financiero. Ni ha generado una atmósfera antifusión (o de fusión con la CAM), ni ha obrado las bases para el rechazo de la fórmula impuesta por Madrid. Y si su apatía colectiva es legendaria, esta vez ni siquiera ha peleado por sus intereses privados, lo que constata su futilidad. El poder político que le acompaña es el que es: una franquicia de Madrid. Toca el pito Rajoy, toca el pito Zapatero, la posición de firmes está asegurada.

Ante ese panorama, Bancaja aparecía como Robinson Crusoe. Olivas retiene para Valencia la corporación industrial de Caja Madrid y Bancaja, además de la sede social. Las ha arañado casi en solitario. El resto del episodio es la crónica de la Valencia inmutable y vana, por mucho que la envuelvan de pompa los políticos actuales.

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