El martes de la huelga estaba tomando el primer baño de la temporada en las aguas diáfanas de Guardamar, donde rinde viaje el río Segura. Había celebración gastronómica con el langostino y la ñora como excusa y Rodrigo de la Calle como oficiante mayor, un cocinero que maneja mucha verdura y un herbolario entero para fabricar ensueños ligeros y simulacros de color y teatralidad. Guardamar extraía su fuerza (que hoy obtiene del turismo) de la vigilancia de la embocadura fluvial, plataforma para la pesca y el comercio y vía de entrada de posibles invasores. Curiosamente, dos ciudades de valencianidad extrema, una al norte, Vinaròs, y otra al sur, Guardamar, tienen al langostino como emblema.

Guardamar siempre tuvo dunas móviles —la forma líquida de la geología—, pero a principios del siglo XX estaban a punto de comerse el pueblo como ahora siguen devorando su ración de pitas, pinos y palmeras. Hasta que llegó el ingeniero Francisco Mira y las mandó parar y fijarse con una estrategia de estacas, contradunas, repoblaciones y mantillo de pinocha para captar la humedad. Me pregunto si el episodio no contiene alguna lección moral para nosotros, los hombres de principios del movedizo siglo siguiente en el que la huelga no tuvo éxito, pero tampoco fue un completo fracaso y ni unos puedan celebrar una cosa ni los otros la contraria, sin contar que quien aparenta alegrarse podría no saber de qué, con lo cual no me extraña que Zapatero no apruebe, pero Rajoy tampoco y que le pidamos al presidente nuevos hombres de crédito y prestigio para otro gobierno encabezado por aquel a quien le hemos retirado una cosa y la otra.

En cualquier caso, todo lo vivo ofrece una comprensible resistencia a ser enterrado, a ver si de tan líquidos nos escurrimos por el fregadero. Y en algún momento hay que pararse y defender el terreno. Los peones trabajaban en la regeneración de las dunas de Guardamar con fondos del Plan E mientras las flores del tamarindo se ponían rosadas como los flamencos o las parcelas de agua de las salinas de Santa Pola.