El diálogo social quedó roto en la madrugada del jueves tras una reunión agónica mantenida por gobierno, patronal y sindicatos en el Ministerio de Trabajo. La cara triste y cansada de Cándido Méndez era muy expresiva. La negociación de la reforma laboral, una de las varias que estamos obligados a hacer, había concluido en un fracaso sin paliativos. Ahora el gobierno, débil y aislado, tendrá que someter su propuesta a un difícil trámite parlamentario, mientras es probable que los sindicatos convoquen una huelga general porque se sienten obligados a ello, sin saber si los trabajadores estarán dispuestos a secundarla. La patronal, entretanto, aguarda, parece que confiada, el resultado del proceso. Y en la sociedad española cunde el desánimo.

No es éste el primer desencuentro habido durante la crisis, ni antes. Al contrario, la divergencia se ha establecido como la pauta dominante en la vida pública española. Podrían citarse numerosos ejemplos: la educación, las cuentas del pasado y la determinación del espacio público de la religión han provocado mayores discrepancias y actitudes encontradas entre diferentes sectores sociales; una escisión interna políticamente inducida impide al Tribunal Constitucional dictar sentencia sobre el estatuto catalán; el parlamento catalán aprueba una iniciativa para someter a referéndum la independencia de Cataluña, compartida por un porcentaje creciente de catalanes; los grandes partidos deciden aplicar políticas fiscales opuestas en las Comunidades Autónomas donde gobiernan. Y así se podría continuar con una larga enumeración de casos. En realidad, cualquier asunto que accede hoy en España a la agenda pública, sea un plan hidrológico, una fórmula contra la corrupción o el procesamiento de un juez, se convierte de inmediato en motivo de discordia política.

Se dirá que el disenso es lo característico de una democracia, la única forma política que tiene la virtud de albergar todas las opiniones posibles sobre las cuestiones que libremente se suscitan. Pero no, cuando la discusión pública conduce de manera invariable a un desacuerdo total, lo que sucede es que la sociedad está polarizada en exceso y puede acabar por dividirse. Es lo que viene ocurriendo en España desde los inicios de la pasada década. Entonces es que algo, que conviene analizar, falla en nuestra democracia. Empezando por los partidos, medios de comunicación y organizaciones sociales, aquellas que el sociólogo Peter L. Berger denomina instituciones mediadoras, y que lejos de contribuir a un debate público sosegado y solvente, como debieran, quizá lo que hacen en realidad es levantar barricadas y crear distancias entre los ciudadanos y la clase política. Porque, en principio, las condiciones son muy favorables para grandes acuerdos. De partida, contamos con la experiencia incomparable de un cambio de régimen llevado a cabo mediante un acuerdo nacional que causó admiración en el mundo por su rapidez, escasa violencia y éxito final, del que la sociedad española se siente orgullosa. En la situación actual, la política anticrisis de nuestro país está siendo ejecutada bajo el control de las autoridades económicas y los líderes de la Unión Europea, sin margen apenas para adoptar otras medidas, como demuestra la brusca corrección que ha tenido que hacer el gobierno de los postulados que hasta ayer defendía con estólida firmeza. Y los españoles claman por un gran acuerdo. Según una encuesta realizada por encargo de un diario afín al gobierno, el 88% de los españoles es partidario de un acercamiento entre PSOE y PP, hasta el punto de que un 75% se muestra a favor de un gobierno de coalición entre ambos. Y, sin embargo, hasta un acuerdo de mínimos resulta imposible.

Si unos y otros coincidimos en considerar que esta crisis nos ha llevado a una situación de alto riesgo para la economía española y para el euro, ¿qué razón de mayor peso puede impedir a los grandes partidos colaborar para resolver lo más pronto y bien que sea posible los enormes problemas que tenemos? Como indica el último barómetro del CIS, publicado anteayer, el pesimismo se está apoderando de la sociedad española, que se suma a la desconfianza en el gobierno y en la oposición, generalizada desde meses atrás, que afecta a ocho de cada diez españoles y se extiende por los mercados y los despachos donde se deciden las cosas en la Unión Europea. ¿Han pensado los dirigentes del PSOE y el PP que tanto el pesimismo como la desconfianza pueden ser la consecuencia del total desacuerdo, por lo demás ficticio en buena medida, que exhiben en torno a la política anticrisis? ¿Debemos, además, preguntarnos cuánto les importa?

Oscar R. Buznego es profesor de Ciencia Política de la Universidad de Oviedo