Comprendí que algo andaba desquiciado en el mundo del vino —y el vino es nuestro padre— cuando vi caldos gallegos y riojanos de quince grados. Y no eran ni mistelas, ni rancios ni vinos remontados. Sé que en este mundo y gracias a la fusión de Bancaja con Caja Madrid habremos de contribuir a la pensión de Ángel Acebes: cinco mil al mes más cuatro mil por reunión en concepto de dieta. Comprendo, digo, que alguien piense que es una frivolidad hablar de vinos en el actual estado de cosas, pero al mundo le sobran arúspices y, como decía mi señor Álvaro Cunqueiro, mientras los bárbaros se apoderan de todo, la cultura se salvará gracias a cuatro diletantes ocultos en un sótano ante una mesa impecablemente puesta, discutiendo las bondades del último vin de paille del Alto Ródano.

Un productor andaluz de vinos naturales me dio el queo: la clave está en el libro de Alice Feiring La batalla por el vino y el amor, donde la autora —una judía lista que escribe sus memorias vínicas para entrenarse como autora de novelas— se propone liberar al mundo del papado y la dirección única de Robert Parker y sus verdades puntuadas: la explosión frutal, el gusto a roble nuevo, las mermeladas de grosella y otros empalagos. Ya llevo el libro mediado, me divierte: según la autora, el vino no debe llevar más que uva y la herencia de la tierra que la alumbró.

Es curioso que El Vaticano enológico apareciese en una nación espiritualmente federal como Estados Unidos, pero lo que las evidencias no explican lo suelen aclarar las jugadas de dinero y poder. Aunque Feiring sea vegetariana no es ninguna fanática: como Woody Allen, fue criada en la fe judía, pero luego abrazó el narcisismo. Su lógica es impecable: la técnica es útil para superar defectos, pero el buen vino tiene sus ritmos y ni la codicia ni las adiciones artificiales o la aceleración de los procesos traen nada bueno. La escritora se detiene ante una gran cuba de López de Heredia en La Rioja y oye el aleteo de la fermentación «que se detendrá cuando el vino quiera, no cuando lo decida el viticultor».