El hombre moderno se ha caracterizado, desde el siglo XVII, por identificarse más con lo humano, quizá como resalte renacentista de lo antropológico, en contraste con el hombre medieval que se identificaba más con lo divino. No es que sean contrarios, es cuestión de poner el acento en un lado o en otro. Sin embargo, la deriva de poner el énfasis sólo en lo humano conlleva a su vez remarcar la naturaleza no natural: obra del hombre, no de Dios. Influye, qué duda cabe, el avance del conocimiento de la naturaleza, la observación y el método científico, que el hombre antiguo o medieval no poseía aún en todo su esplendor. Ahora, el ser humano conoce la naturaleza no meramente con sus ojos y oídos, sino con un instrumental muy sofisticado y con un conocimiento profundo, no meramente superficial, de lo natural. Aparentemente, hemos avanzado. Pero, a veces, las apariencias engañan.

La Naturaleza ahora se conoce mediatizada por la ciencia, y pierde su carácter inmediato, vivencial. ¡Cuántos niños ahora no saben lo que es un asno, una vaca, una gallina o de dónde salen el jamón y los huevos que se toman en el desayuno! En las realizaciones de un mundo tecnificado, el hombre no contempla el fruto de su trabajo, porque cada uno formamos parte de una inmensa cadena de producción, en la que, a lo sumo, agregamos un ínfimo valor añadido. Al hombre que vive de este modo, lo denomina Guardini, en su magnífica obra «El ocaso de la edad moderna», el hombre no humano o deshumanizado, porque forma parte de una tecnoestructura en el que él ya no es más que un mero número de serie, un código de barras.

Junto a esta deshumanización corre paralela la desnaturalización de la naturaleza: la naturaleza no natural, transformada. Antes, la naturaleza era misteriosa, ahora aparece destripada y descerrajada a la vista del tecnomanipulador. Se ha convertido en un objeto extraño. Ya no es el misterio vital que nos envuelve: donde nacemos, nos desarrollamos, establecemos relaciones de afecto y amistad, trabajamos, somos felices, sufrimos y morimos; sino una estructura ajena y compleja que se comprende de modo abstracto, en todo caso en lenguaje matemático, o como fuente de recursos. Añoramos la naturaleza prístina: vivir en conformidad con la naturaleza. Anhelamos reconquistar el carácter natural de nuestro ser.

Ante este panorama, caben dos alternativas: la mirada atrás, desvaída, romántica, de una cultura perdida; o bien otear el futuro de un modo fecundo: partiendo de la realidad actual, también en el orden de los actuales conocimientos, salvar el carácter humano del hombre y de lo natural en la naturaleza. Y esta tarea es obra de todos: desde la arquitectura de las grandes ciudades, hasta la conservación de espacios naturales, la protección de la biodiversidad, etc. Para lograr esto, es necesario dar preeminencia al carácter sacro del hombre y con él a la naturaleza. No son cosas contrapuestas. La ciencia y la tecnología nos han de devolver al mundo natural del que procedemos, a condición de que respeten el misterio del hombre y de la naturaleza.