La sarna se come la piel de los perros abandonados. El gobierno de Francisco Camps quiere convertir a los pueblos pequeños en perros sarnosos. Y para que no se los coman los picores ha ofrecido una solución atómica: que se junten unos con otros para lamerse juntos las llagas. El gobierno de Francisco Camps dice que un pueblo pequeño le cuesta muy caro a la tesorería pública. La crisis económica obliga a tomar decisiones drásticas y ya se sabe que las decisiones drásticas las sufren siempre los mismos: los pobres. El Gobierno socialista ha hecho más ricos a los bancos y ahora el Gobierno valenciano del PP quiere cerrar los ayuntamientos pequeños como si estos ayuntamientos, en que sus responsables no cobran un céntimo, fueran los culpables de la crisis.

Vivir en pueblos pequeños es una opción, como lo es vivir en otros sitios llenos de autos y de gente. Pero para el PP, vivir en pueblos pequeños es un anacronismo, una manera de despilfarrar los recursos públicos, un capricho. Pues no. Yo nací en uno de esos pueblos, ahí vivo y sé que la Serranía y otras comarcas parecidas están llenas de pueblos como el mío. Conozco a sus habitantes, las razones por las que nunca abandonaron sus casas y las que en muchos casos provocaron su regreso después de haberse marchado bastantes años antes. La vida está en muchos sitios y no hay un puñetero papel que te obligue a vivir en un sitio u otro por decreto.

Dicen los de ese gobierno que si se juntan varios pueblos pequeños podrán vivir mejor. Lo que no dicen es que esos pueblos podrían vivir mejor de lo que viven si los dineros públicos no se perdieran por el desagüe de la desigualdad, si esos dineros se destinaran a mejorar la vida de esos pueblos en vez de destinarse a promocionar eventos monumentales para disfrute de unos cuantos, si los gobernantes tuvieran la grandeza de no despreciar los pequeños pueblos y comarcas que como la mía apenas tienen un puñado de votos en las elecciones.

No sé para qué sirven las diputaciones si no es para apoyar sobre todo a esos pequeños pueblos. Y aún sé menos para qué sirve esa entelequia fantasmagórica que se llama Federación de Municipios y Provincias. Sé que muchos recursos de las diputaciones se dilapidan en pagar fiestorras de lujo en que al final del espectáculo sale a tocar la batería el presidente de la de Valencia Alfonso Rus. Un pequeño pueblo tiene todo el derecho del mundo a seguir siendo lo que es: un lugar donde el vecindario ha decidido ser más o menos feliz. Ese pequeño pueblo se junta con otros iguales en una mancomunidad y será esa mancomunidad la que garantice recursos comunes y lealtad comarcal entre quienes están acostumbrados a compartir lo poco o mucho que han heredado de sus antepasados. Y eso ya se hace, aunque su funcionamiento es manifiestamente mejorable en muchos sentidos, principalmente en el problema que representa colocar el partidismo político por encima de las necesidades colectivas.

Cada pueblo es una historia. Y no se puede obligar a nadie a renunciar a su historia: aún menos con la excusa bastarda de que sin esa renuncia la historia de un pueblo será en cuatro días una historia muerta. En la Serranía sabemos lo que son las amenazas de quien manda. Desde hace muchísimos años que lo sabemos. Pero nunca esas amenazas han llegado al delirio anunciado por el gobierno de Francisco Camps. «¡Casas, casas, ¿dónde buscaros?, ¿en qué océanos?, ¿en qué recuerdos?, ¿bajo la teja de qué inexistencia?»: eso se pregunta el poeta Adam Zagajevski en unos versos que hablan de una identidad amenazada, de los orígenes insobornables que marcan la vida de la gente. Que se dejen de monsergas los del PP y repartan el dinero público con ecuanimidad y con justicia entre los pueblos que más lo necesitan. Eso es lo que tienen que hacer en vez de culpabilizar de la crisis a esos pueblos, unos pueblos que ven cómo pasa la vida de sus habitantes sin que los que mandan les hagan puñetero caso.