Cualquier recelo ante la rapidez del cambio climático te coloca entre los explotadores ejecutivos de la BP, como si toda tu vida te hubieras dedicado a explotar las riquezas naturales y a contaminar el planeta. La más ligera matización sobre la diferencia entre el derecho a encontrar los cadáveres de los familiares asesinados durante la guerra civil y la rememoración intensiva de los horrores sucedidos hace más de setenta años es motivo suficiente para que te instalen en la caverna fascista.

Me contaba el otro día un amigo socialista que, en su agrupación, osó criticar levemente al secretario general y ha habido un enfriamiento en sus relaciones con un determinado grupo de sus conmilitones. Y, por la sede de Génova, censurar alguna acción de Mariano Rajoy equivale a hablar mal del Papa en la sede del Vaticano... en el siglo XVIII.

El otro día, en una conversación que había sido apacible, alguien, admirador de Saramago, tuvo la audacia de añadir que le admiraba tanto que pasaba por alto su apoyo a Castro y la ligereza algo infantil de su última obra, «Caín», y creí que sería devorado por los fanáticos, tan fanáticos que el propio Saramago hubiera renegado de ellos.

Los matices, las dudas, la vacilación, la desconfianza ante las certezas aparentemente incontrovertibles, o sea, todo lo que es inherente al proceso intelectual está mal visto. Soporté las adhesiones inquebrantables en tiempos de Franco y tuve ración suficiente, incluso mi edad es suficiente para rechazar este maniqueísmo absurdo, empobrecedor y, por supuesto, lo voy a decir, eminentemente fascista. ¿Qué nos está pasando? Comprendo la defensa servil y envilecedora de cualquier causa por defender una nómina, pero me cuesta trabajo creer que se extienda a todo lo opinable, quizás porque cuando actúas como no piensas terminas por pensar como actúas.