La sabiduría popular dice que a perro flaco todo son pulgas y eso es algo que se podría aplicar a lo que actualmente sucede en Europa. Mientras hubo bonanza económica, todo anduvo sobre ruedas pero cuando nos alcanzó de lleno la crisis nos crecieron por doquier los enanos.

Es cierto que vivíamos por encima de nuestras posibilidades pero no lo es menos que nuestra deuda pública está por debajo de la media europea y que el rápido crecimiento de nuestro abultado déficit fiscal (11,2%) no es causa de la crisis sino consecuencia de los esfuerzos para aminorar su impacto social. Desde estos puntos de vista —deuda y déficit— el Reino Unido está peor que España aunque tiene la ventaja de poder devaluar, que es lo que está haciendo. El riesgo de Europa ahora, si nos apretamos demasiado el cinturón, es la deflación, aunque algo nos alivie la depreciación del euro frente al dólar.

No le falta razón al premio Nobel de Economía Paul Krugman cuando dice que la culpa la tiene el euro porque una moneda única no puede funcionar sin integración fiscal y laboral. Al no poder jugar con el precio del dinero, pagamos en desempleo nuestra falta de competitividad y el problema se agrava porque no tenemos forma de recolocar a una masa laboral dejada en el paro por la crisis inmobiliaria y con escasa cualificación. La inmigración reciente y una legislación laboral trasnochada son en buena medida responsables de las altísimas tasas de desempleo que padecemos. Pero no olvidemos que partíamos de un 7% estructural cuando nuestra economía era la que más crecía de Europa. Algo estamos haciendo mal y eso es lo que el Gobierno ha tratado de arreglar esta semana.

Tampoco podemos desconocer que el euro ha sido una bendición para España (y para Alemania, que nos vendió sus coches y trenes) y que con él hemos vivido nuestros mejores años y por eso creo que la solución no es menos Europa, sino más Europa, mayor integración de las políticas económicas, mayor poder regulatorio centralizado y la creación de algo similar a un Fondo Monetario Europeo que nos ponga a salvo de los especuladores que siguiendo la perversa lógica capitalista apuestan a que las cosas vayan mal y luego hacen todo lo posible para que efectivamente vayan mal porque así ganan más dinero. Hay pruebas de ello.

Decía Jean Monnet que Europa avanza a pequeños pasos pero ahora hay que dar un gran alto adelante porque de esta crisis o salimos reforzados o no salimos. A grandes males, grandes remedios. Aprovechemos —en España y en Europa— para hacer todo aquello que sería imposible hacer en tiempos de bonanza. El mundo está cambiando cada día más deprisa y aparecen nuevos actores que exigen ser tenidos en cuenta en la organización de la convivencia internacional que ya no es cosa del G-8 sino del G-20. Son países como China, Brasil o la India, cuya entrada en la escena internacional está produciendo un maremoto que no desean ni ellos mismos. En 30 años, lo más probable es que el único país europeo que estará entre las 20 primeras economías del mundo será Alemania y ni siquiera eso es seguro.

Por eso, lo que está en juego es la supervivencia de Europa como actor internacional de primer orden: o somos capaces de olvidar viejas rencillas y protagonismos provincianos o Europa desaparecerá por los desagües de la Historia. A nuestro favor tenemos una capacidad de imaginación e inventiva que nadie nos niega como muestra la propia ingeniería política que es la Unión Europea y lo mucho que hemos hecho juntos en los últimos años.

Ha llegado el momento de poner nuestra potencia económica común —mayor que la de los EE UU— al servicio de una Europa que hable con una sola voz respaldada por una capacidad militar de proyectarse fuera de las fronteras en defensa de nuestros intereses. ¿Un sueño? Sin duda. Pero o lo hacemos o la marcha imparable de la Historia seguirá avanzando imperturbable hacia el Pacífico y nos moriremos de aburrimiento en un rincón del mundo que caerá en el olvido y donde, no lo olvidemos, se vivirá cada vez peor. En Europa hoy necesitamos poetas y visionarios.